Fue el 18 de junio de 1988, hace tres décadas, cuando el primogénito de la Duquesa de Alba, Carlos Juan Fitz-James Stuart Martínez de Irujo contrajo matrimonio con Matilde Solís-Beaumont y Martínez Campos, hija de los marqueses de Motilla. Celebraron su boda ante el altar mayor de la Catedral de Sevilla. Verdadero acontecimiento social, al que asistieron cerca de dos mil invitados. Fui uno de los periodistas acreditados al enlace y seguí la ceremonia con toda atención. El novio, duque de Huéscar, era un solterón recalcitrante que, a los cuarenta años, ¡por fin! daba ese trascendental paso. Pero aquel matrimonio fue un absoluto fracaso, que llevó a la discreta y tímida novia a un calvario, entre la desesperación, a punto de querer incluso dejarlo todo, para caer en una progresiva depresión de la que aún no se ha curado del todo, por otro incidente posterior.
Pero aquella tarde en la que la primavera sevillana se despedía, gran parte de la ciudad parecía paralizada, sólo pendiente de este gran evento social. Casarse ante el altar mayor era un privilegio que sólo alcanzaron, en el siglo XX, un par de parejas de sangre real o del más puro linaje aristocrático. La víspera, el duque de Huéscar acudía al templo para saber de los preparativos. Estaba nervioso y apenas acertó a darnos la mano y musitar un saludo cortés de puro compromiso. Llegado el día elegido para la ceremonia Carlos lucía el uniforme de Maestrante de Caballería en tanto Matilde, la novia, exhibía radiante su vestido nupcial confeccionado con setenta metros de seda natural traída desde la India. El convite, según una antigua tradición, corría a cargo de la familia de la novia, y se celebró en el palacio de los marqueses de Motilla, casi aledaño a la popular calle de las Sierpes. La relación de los asistentes sería tan abundante, que hemos de reducirla al clásico dicho de que se componía de los más altos representantes de la Grandeza de España y la vida social española, encabezados por la madre del desposado, la duquesa de Alba.
Matilde Solís había recibido una estricta educación religiosa de sus padres, miembros del Opus Dei. Contaba quince años menos que Carlos, veinticinco, cuando se desposó con el heredero de la Casa de Alba. Primero ella tuvo que dejar su Sevilla del alma e irse a vivir a Madrid con su esposo al Palacio de Liria. Lugar de indiscutible importancia, pero sombrío, triste para una mujer joven que, aunque algo chapada a la antigua tenía sobradas razones para sentirse allí enclaustrada. Tomó cartas en el asunto su flamante marido, que inmediatamente para complacer a su tierna esposa dispuso irse a vivir a un moderno chalé en la urbanización Montepríncipe, a una veintena de kilómetros del centro de la capital. Pero tampoco allí se encontró feliz quien algún día parecía estar destinada por lógica a ser duquesa consorte de Alba. En pleno campo, se aburría como una ostra. Poco a poco el matrimonio fue acusando algunos problemas en su relación, aunque la llegada del primogénito, Fernando, y después Carlos Arturo, mitigaron esa soledad, o melancolía, que padecía Matilde.
A los doce años de aquella boda por toda lo alto que hoy evocamos cuarenta años después, Matilde Solís sentíase como gallina en corral ajeno: sin amigas de verdad, sin aparente comprensión. Y se enfrentó a su marido después de presenciar cierta escena que, aunque divulgada entre el círculo íntimo de la pareja, jamás pudo hacerse pública por ninguno de los protagonistas. Ni probarse realmente en caso de ser cierta. Existía ya un antecedente: Matilde había tenido un percance mientras manejaba una escopeta de caza. Se rumoreó que podía haber sido un intento de suicidio, por el comportamiento que venía exhibiendo ella, cada vez más triste y preocupada. El caso es que dejó su convivencia con Carlos y volvió a Sevilla.
Pasados unos años conoció a un treinteañero, Borja Moreno Santamaría, simpático y decidido a alegrar la vida de la algo ingenua y dolorida Matilde Solís, que sin hacer caso a las habladurías que en Sevilla discurrían a costa de su pretendiente, no vaciló en casarse con él en ceremonia civil. A su madre, tan piadosa, a punto le dio un síncope. Más tarde tendría la nulidad de su primer matrimonio; del segundo le quedó otro hijo como recuerdo. Pero hubo de aguantar las críticas familiares a esa segunda unión. Pronto se daría cuenta de su tremendo error, porque su maridito le salió rana, un juerguista de profesión que, incluso ya dictada la sentencia de divorcio, se atrevió a visitar a su "ex" para ver si conseguía algo de ella, dinero sobre todo.
Lo peor no fue para Matilde Solís aquella segunda caída, otro tropezón sentimental que la dejó peor de lo que estaba cuando se fue de la casa donde convivía con el primogénito de la duquesa de Alba. Y es que entró en una peligrosa pendiente de inestabilidad emocional Recurrió a los servicios de un prestigioso psiquiatra sevillano. Dos años estuvo acudiendo a su consulta, hasta advertir que aquel galeno se sobrepasaba, cometiendo abusos sexuales. Denunció Matilde en Facebook aquella inapropiada conducta y se le sumaron casi treinta pacientes que denunciaron parecidos excesos. Una de ellas, al final del proceso, se arrepintió de sus denuncias. Y el asunto, al final, quedó olvidado. No así para Matilde y me figuro las restantes agredidas.
Triste historia la de Matilde Solís, a la que algunos colegas motejaron como "¡pobre niña rica!", lo mismo que muchos años antes la prensa americana había etiquetado a Bárbara Hutton, otra desgraciada millonaria. Y entretanto, Carlos Fitz-James Stuart, siguió manteniendo contacto con Matilde, aunque más directamente con sus dos hijos. Nunca ha querido volver a casarse, aunque se divulgara la especie de que con Alicia Koplowitz, antigua condíscipula suya en la adolescencia, hacía "buenas migas". Le han adjudicado varias novias durante sus veraneos en Sotogrande. Pero él, que no concede entrevistas, siempre se ha mostrado discreto, sin dar pábulo alguno a posibles romances con destino nupcial. Si ha tenido o mantiene alguna relación femenina lo lleva con absoluta intimidad, no desvelada por nadie hasta la fecha.
Más bien lo que le preocupa en los últimos tiempos, fallecida su madre, la duquesa, y ostentando el título de la Casa de Alba (más el resto de los que heredó de ella), es poner orden en la administración de todo su inmenso patrimonio. Recientemente ha permitido que se abra al público sevillano gran parte del Palacio de Dueñas, lo que proporcionará a la Casa algunos ingresos. Pero al margen de esas necesarias reformas para que la economía de los Alba no se viera afectada en estos nuevos tiempos, hay un asunto nada crematístico que ocupa sobre todo su corazón. Y es el futuro de su hijo mayor, Fernando, que heredará en su día su título, el ducado de Alba, quien contraerá matrimonio, a sus veintiocho años, con Sofía Palazuelo, en el palacio de Liria, en Madrid, el próximo mes de octubre. Para entonces, el día 2, Carlos habrá cumplido setenta años. Que no aparenta. Aunque las facciones de su rostro lo muestren siempre serio, como preocupado y hasta algo antipático. Es depositario de una dinastía y con su carácter, aunque sea tan introvertido, trata siempre de defender cuanto le supone ser ahora el principal miembro de la aquí ya varias veces mentada Casa de Alba.