¿Por qué Carolina de Mónaco sigue casada con Ernesto de Hannover?
Al fin y al cabo, Carolina de Mónaco y Ernesto de Hannover llevan ya diez años por su cuenta.
Cuando el divorcio no estaba legalizado los aristócratas, burgueses, matrimonios de la alta sociedad, hacían "el paripé" en general, simulando ante los suyos como si nada hubiera pasado en la pareja. En las clases bajas se llevaba aquello del "¡ahí te quedas!", con lo que sobre todo los maridos se iban a comprar tabaco y ya no volvían. Hoy en día, más o menos civilizadamente, quienes no pueden ni verse recurren al divorcio y santas pascuas. Unos rehacen su vida y otros no. Pero ya no fingen como antes. Sorprende al respecto que la princesa Carolina de Mónaco, de tan intensa y apasionada existencia, continúe siendo legalmente la esposa de su tercer marido, el príncipe alemán Ernesto de Hannover, con quien lleva diez años "sin verle el pelo" y sin tampoco intercambiar, creemos, comunicación alguna. Al menos es lo que públicamente se sabe. Pero ¿por qué no se han divorciado, cuando cada cual hace la vida que le place?
Se lo diremos en el transcurso de este texto. Antes, hemos de recordar que Carolina de Mónaco, primogénita de Raniero y Grace, cuando contaba dieciséis años y había realizado estudios fuera de Montecarlo, se instaló en París para estudiar en La Sorbona. Ello no le impidió convertirse en un personaje habitual en fiestas de alto copete. Su imagen de princesa frívola la llevó a aparecer continuamente en las revistas del corazón… y las más serias también, como Time, que le dedicó una portada en calidad de "la más bella de las princesas de Europa". No era para tanto, su madre le ganaba en atractivo, pero aunque algo gordita y con cara de pan, llamaba la atención por su físico. Transcurría la mitad de los años 70 cuando hasta el palacio monegasco llegaban pruebas más que evidentes de las correrías de Carolina. Había que casarla. Hubo gestiones de cierto nivel cerca de la Corte inglesa. Digamos que repasando los álbumes de los príncipes solteros, quedaban pocos, entre ellos Carlos de Inglaterra. Pero aunque este caballero elegante, de reconocida cortesía, buen humor, acudió a Mónaco invitado por los Grimaldi no quedó convencido para unirse a la princesa que éstos querían desposar. Risas, cotilleos, ademanes principescos, cucamonas… pero el eterno heredero del sillón de Isabel II fuese de Mónaco y no hubo nada.
A la princesa le dio igual, porque tampoco Carlos era de su gusto con esas orejas enormes y la faz siempre colorada, como si estuviera azorado o lo hubieran maquillado con un colorete como "a lo Caperucita Roja". Por su cuenta y riesgo decidió buscarse un novio, a espaldas de sus padres. Y lo encontró: un donjuán acreditado al que en la Costa Azul apodaban "El emperador de la noche". Imaginen por qué… Conocía todos los tugurios de la Costa Azul y del más golfo París. Hijo de una familia acomodada, y ya algo madurito, parecía un chulo vestido por Giorgio Armani, con pinta de cazadotes. Así, más o menos, lo intuyó Raniero. Tampoco a Grace le hizo gracia, valga la aparente redundancia, por muy guapo y viril que pareciera. Se las sabía todas, en tanto Carolina, a su lado, podría pasar por ursulina. Ella dijo que se casaba y nadie del Principado pudo convencerla de lo contrario. La boda tuvo lugar el 28 de junio de 1978, van a cumplirse pronto cuarenta veranos. La "jet" estuvo bien representada. Pero para "jet", el propio novio: un jeta de tomo y lomo. Me encontré con ellos en el aeropuerto de Palma de Mallorca. A ella se la veía totalmente prendada. Él era consciente de ello. La dominaba.
A Raniero, el día de la boda de Carolina, como es natural lo felicitaron por el enlace. Se cuenta que le dijo a quien era esposa del cónsul de Mónaco en Madrid, Tessa de Baviera: "No me des la enhorabuena. Mejor, el pésame". Humor negro del jefe del clan Grimaldi, que procedía, por cierto por parte de sus ancestros de unos antiguos corsarios.
Prueba de la voracidad que Junot tenía por el dinero es que se embolsó un buen pellizco tras vender la exclusiva de la luna de miel. De la boda, no pudo. Sencillamente porque el evento lo controlaba la Oficina de Información del Principado. A los dos años, el amigo Junot se cansó de su amada Carolina. Y se fue por donde había venido, encamándose después con la que fue también amante de Julio Iglesias, Giannina Faccio, y con cuantas pudo mientras vivió una temporada de holganza en Marbella. Otro día, volví a sorprenderlo, esta vez en el aeropuerto malagueño, con una joven princesa alemana. Y ya le perdimos la pista. Entre tanto, Grace de Mónaco hizo todo lo posible por conseguir del Vaticano la nulidad de aquel matrimonio fallido; incluso visitó al Papa. Pero no era cuestión de privilegios regios. Hasta que en 1992, tras un decenio de litigios, Carolina quedó soltera. "Insuficiencia de consentimiento", dictaron los miembros del Tribunal de la Rota. Carolina no había perdido el tiempo entre tanto, pues mantuvo un romance más o menos romántico con Roberto Rosellini, hijo de Ingrid Bergman y del director italiano así apellidado. Se dijo que tonteó también con el as del tenis argentino Guillermo Vilas.
Luego se encaprichó de un joven rubio, de nacionalidad italiana, atractivo empresario de rostro muy juvenil: Stéfano Casiraghi. La boda tuvo lugar, de carácter civil, ya que aún no había conseguido la nulidad, en el Salón de los Espejos del Palacio de Mónaco, el 29 de abril de 1983. Hacía un año que en trágico accidente de automóvil había muerto la princesa Grace. Carolina acusó aquel golpe, y fue cambiando de modos de vida. Con Casiraghi parecía haber alcanzado por fin la estabilidad sentimental. Tres hijos: Andrea Alberto, Carlota, Pierre. Stéfano era un activo hombre de negocios. Hizo feliz a Carolina. Hasta que murió, año 1990, en un estúpido accidente compitiendo en el Principado con una lancha rápida. Tremenda jugada del destino. Dicen que una bruja profetizó a un miembro de los Grimaldi que una serie de desgracias sucederían en ese país de cuento de hadas. Carolina marchó con sus hijos a la Provenza, a un pueblo llamado Saint-Remy. Se consoló al poco tiempo con un actor francés, Vincent Lindon, que la entretuvo en aquellos meses de viuda desconsolada. En 1995 aquel fuego pasajero se había extinguido. El galán salió mejor parado: al menos consiguió ser más conocido.
Y ya no hubo ningún otro hombre, que sepamos, nada más que el príncipe Ernesto Augusto de Hannover, en el corazón de la atribulada, y en otro tiempo muy alegre, princesa Carolina de Mónaco. Lo conoció a través de una amiga, Chantal Hochuli. Precisamente la entonces esposa del príncipe. Eso ocurría en el invierno de 1996. Las casadas han de tener cuidado siempre cuando presentan a sus maridos, sobretodo si tienen buena facha o tienen poder y dinero. Tres cosas que entonces disponía Ernesto, Y tres años los que transcurrieron después: otra vez había boda en Mónaco. El aristócrata germano se desposaba con Carolina. A la tercera, la vencida, pudo decirse ésta. Pero tampoco tuvo suerte. La única felicidad se la proporcionó la hija habida de la relación de la pareja, Alejandra, que heredó de su padre los títulos de duquesa de Brunswick y Luneburg, que vino al mundo el 17 de julio de 1999. Él era ya padre de dos hijos, Ernesto Jr. y Christian. Este último contrajo matrimonio en marzo de este año 2018 con la limeña Alessandra de Osma. Boda en la que, cómo no, Ernesto de Hannover dio la nota por levantar más de lo debido el codo, siendo internado por una intoxicación etílica, que la familia trató de ocultar, afirmando que todo era debido a que le había sentado mal algún alimento. A estas horas de la película ya nadie lo toma en serio. En el enlace de Felipe VI y Letizia cogió tal borrachera la víspera que no pudo acudir a la ceremonia nupcial.
Las relaciones maritales entre Ernesto de Hannover y Carolina de Mónaco se fueron debilitando por el habitual comportamiento del príncipe, notorio cofrade de la gente que bebe más de la cuenta. Alcoholizado o no, sus cogorzas son notorias, sin importarle dónde se encuentre. Situación habitual en la que se comporta como un tipo barriobajero, al que no le importa bajarse los pantalones para hacer sus necesidades en el primer rincón que halla. Instante que aprovechan algunos reporteros para testimoniar tan incívica acción. Y él, al verse en esa situación, reacciona insultando a los fotógrafos en más de una trifulca, o peleándose si le da por ahí.
Diez años, más o menos, vive alejado de Mónaco. Y por tanto de Carolina. Nada al parecer quiere saber de ella. Últimamente, si no está de cacería en Kenia, donde posee una casa, aparece en Ibiza, París o alguna otra capital, como Munich. En esta última ciudad conoció no hace mucho a la condesa María Madalena Bensaude, casada con un conde alemán propietario de un castillo en Baviera. Madalena se ha sentido atraída por el siempre juerguista Ernesto de Hannover, que parece no ha dado un palo al agua en su vida. Lo cierto es que la tal Madalena, atraída por el príncipe borrachuzo ha dejado a su marido y se ha marchado al lado de aquél. Lo mismo le da la vena a Ernesto y le pide la mano a la mentada portuguesa. En cualquier caso, hasta el momento, es el marido legal de la paciente Carolina de Mónaco, que no dice "ni mu" sobre su excéntrico e irresponsable marido. Nos preguntábamos que por qué no se divorcian. Al marido le importa un pito el papeleo. A Carolina, no. ¿La causa? Ella no quiere perder su condición de princesa de Hannover, que tiene más rango que el suyo propio monegasco. Podría ocurrir que dados sus frecuentes episodios de delirio motivados por su ingesta de alcohol, Ernesto de Hannover pudiera ser inhabilitado por su familia. Y Carolina, convertida en tutora de su esposo. Recientemente fue ingresado en una clínica de Gunden, cercana a su habitual domicilio en el castillo de Grunau. Fue diagnosticado como paciente que sufría una grave inflamación de páncreas y hemorragias internas. Otra medida para evitar que vaya de mal en peor es que pudiera ser internado en una clínica psiquiátrica. Quizás lo más apropiado para este irresponsable noble, cuyos títulos desmerece. Mas que príncipe, podría ser conocido como "El Rey de las curdas".
Carolina de Mónaco, aquella rebelde princesa, parece predestinada a ser una mujer infeliz, como si el Destino le obligara a pagar sus pecados de juventud.
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