![La locura de Enrique de Dinamarca, el príncipe que acabó siendo un "monigote" demente Enrique de Dinamarca ha muerto de demencia senil. Nunca se consideró parte de la Corte. ](https://s.libertaddigital.com/images/trans.png)
Se dice, ahora que hemos celebrado ya la festividad de San Valentín, que "el amor es ciego". Posiblemente, si lo consideramos apéndice de cuestiones ajenas a los sentimientos. Ahora que acaba de fallecer el príncipe Enrique de Dinamarca se reabre la historia de este caballero, enamoradísimo de la princesa Margarita, luego Reina, que siempre se consideró una especie de adosado, de personaje sin funciones específicas en la Corte, especie de muñeco de guiñol, siempre como acompañante de su ya real esposa. Pero, sólo eso: "el marido de…". Nunca se fijó en Felipe de Edimburgo, que ha sabido en todo momento, desde que contrajo matrimonio con Isabel II de Inglaterra, cuál era su papel. Simbólico, sin ejercer de nada. Pero ahí sigue estando. Enrique de Dinamarca nunca aceptó no ser coprotagonista de la historia. Fue perdiendo facultades mentales. Hasta el desvarío de sus últimos tiempos, cuando anunció que no quería ser enterrado en la misma tumba donde repose en su día quien fue su amada esposa.
¿Quién era este príncipe de opereta, guapo, de aire distinguido, pero con sus facultades perturbadas en sus últimos tiempos? ¿Acaso cuando contrajo matrimonio con Margarita de Dinamarca no sabía cuál iba a ser su situación en la Corte de aquel país nórdico? Su padre se lo advirtió: "Hijo, piensa dónde te vas a meter…". Debió fabular privilegios y cargos que nunca le correspondieron. Y ahí comenzó su obsesión, el camino que lo ha llevado a las puertas de la locura.
Nacido Henri (Enrique seguiremos llamándolo) de Montpezat en un pueblo sureño francés, Talence, el 11 de junio de 1934, vino al mundo en un hogar con problemas: sus padres no estaban casados. La madre, Renata Dousenot, resulta que había contraído antes un matrimonio con un cura que colgó los hábitos, y que se negaba a concederle el divorcio, presa de los celos, hasta que cedió en 1940. Esa situación supuso que el pequeño Enrique, en puro rigor, debía haber llevado el apellido del sacerdote secularizado, en tanto éste seguía siendo el esposo legal de Renata. No cabe duda de que el bebé era fruto de las relaciones extraconyugales de su madre con el rico agricultor André de Montpezat. Que lo que hizo fue registrar al niño como hijo suyo y de "madre desconocida". Aquella pareja legalizó civilmente su unión en 1948 y tuvieron siete hijos más. Cursó Enrique estudios en 1962 en la Escuela Diplomática. Tres años después trabajaba en un modesto puesto en la embajada de Francia en Inglaterra: tercer secretario. En aquel 1965, acudió a una recepción en la legación danesa de Londres, en honor de la princesa Margarita. Y allí fue cuando se encendió la mecha del amor entre los dos. Contaba Jaime Peñafiel que Margarita, una de las princesas de mayor estatura de su tiempo, no encontraba el pretendiente adecuado para ir con él al altar. Cuando se encontró frente a Enrique de Montpezat sintió que su corazón se aceleraba. Un joven atractivo, sonriente, simpático, que medía casi tanto como ella, casi llegando a los dos metros.
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Cuando la prensa danesa comenzó a especular con el posible enamoramiento de su princesa Margarita, ya empezaron a tejerse falsedades en torno a la identidad del que iba a ser, efectivamente, su novio. Dijeron de él, falsamente, que era un conde. En realidad, ya lo dijimos, pertenecía a una acrisolada familia agricultora, con grandes extensiones de terrenos dedicados a la vid y a otros cultivos. De una burguesía, sí; clase alta. Pero sin blasones.
Al padre de Margarita, el rey Federico IX, no le hizo ninguna gracia el siempre sonriente Enrique de Montpezat, del que sospechó ser un cazafortunas. Medió la madre de ella, la reina Ingrid a favor de los sentimientos de Margarita. Faltaba un paso importante: que el Parlamento danés aprobara la boda. Que se celebró sin problemas el 10 de junio de 1967. Y a partir de entonces, por mucha alegría que Enrique tratara de demostrar, se convirtió en el príncipe consorte, acompañante siempre de su mujer, en un segundo lugar que acabó por detestar, recordando sus años de juventud en París y en Londres, sin el corsé que le imponían sus obligaciones en la Corte danesa, sin recibir a cambio las satisfacciones que él soñaba. Y por mucho que se esforzó en hacer las paces con su suegro, el rey, tocando el piano, que al monarca mucho le complacía, la vida de Enrique fue poco a poco convirtiéndose en una cárcel de oro.
El 26 de mayo de 1968 nacería el heredero, llamado como su abuelo, Federico, Sus padres no ocultaron la felicidad que ello les embargaba. Pero para Enrique de Montpezat el protocolo seguía amargándole la vida. Sólo disfrutaba exhibiendo toda suerte de nuevos uniformes, como si fuera un modelo de pasarela. La muerte del rey Federico convirtió a Margarita en reina de los daneses, a partir del 15 de enero de 1972. Pero su esposo, protocolariamente, siguió siendo tratado sólo como antes, príncipe consorte, sin poder alguno. Daba igual que alguien lo considerara monarca. Una sombra que vagaba por los pasillos del palacio de Amaliemborg como alma en pena.
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Penosos fueron desde entonces los incidentes protagonizados por el inestable Enrique. Como hablar por su teléfono móvil durante un solemne funeral; o salidas de tono ante un grupo de bailarinas, intentando meterles mano. Lo peor fueron sus ausencias inesperadas. Se marchaba de repente al sudeste de Francia, donde los suyos tenían un castillo. Allí encontraba una especie de paz en temporadas de vendimia, pues los Montpezat poseían grandes viñedos. En otra ocasión se fue a la isla Martinica. La princesa Margarita procuraba ser paciente, pero Enrique no podía controlar una terrible depresión que iba destruyéndolo. Cada día era más conflictivo en la corte y ni siquiera el nacimiento de otro hijo, Joaquín, supuso alteración alguna en su conducta. Seguía considerándose poco menos que un estorbo.
De tarde en tarde hacía declaraciones lamentables, que herían a su regia esposa. Margarita, callaba. Quería mucho a su esposo, lo trataba con todo cariño en la intimidad, comprendiendo que no le era a él fácil su posición en la corte. Y no tenía en cuenta los comentarios de Enrique, que se atrevía en ocasiones a vituperar la Monarquía.
En septiembre último, los médicos que lo atendían no dudaron en su diagnóstico: el príncipe Enrique de Dinamarca padecía demencia senil.
Y así, entre esas brumas oscuras de su atormentada mente, acaba de dejar este mundo.