Isabel de Inglaterra y Felipe de Edimburgo: 70 felices años de infidelidad
La pareja celebra ahora sus bodas de titanio, aunque el príncipe consorte haya mantenido relaciones extramatrimoniales.
Esta semana se cumplen siete décadas desde que Isabel de Inglaterra contrajera matrimonio con su primo Felipe de Edimburgo. No se conocen divergencias serias en la pareja durante tan larga convivencia a pesar de saberse que el príncipe consorte mantenía relaciones con varias amantes y que desde hacía tiempo ocupan dormitorios separados en Buckingham Palace.
Tenía sólo ocho años Isabel cuando vio por vez primera a Felipe. Fue en la boda de una prima de éste, Marina de Grecia con el duque de Kent. Luego, al cumplir ella dieciocho años se reencontraron en el Royal College de Dartmouth, donde él servía a la Real Marina inglesa. Desde un primer momento los ojos de la joven princesa, cinco años menor que Felipe, se fijaron en el porte de quien iba a ser el único amor de su vida, por el que luchó contra viento y marea, pese a las dificultades que su padre, el rey Jorge VI le imponía. Pero ambos jóvenes, profundamente enamorados, se cartearon durante largo tiempo. De vez en cuando a Felipe lo invitaban al palacio de Windsor e Isabel no disimulaba la expectación que su llegada causaba en la Corte, por tener elevada estatura, los cabellos rubios, el rostro agraciado. Enterado Jorge VI de esas, llamemos veleidades de su hija, trató por todos los medios de romper aquella relación. Isabel tenía en su habitación una fotografía del teniente de navío, que contemplaba diariamente con embeleso.
¿Cuál era la causa por la que Felipe "caía" mal en la Familia Real británica y en concreto, al rey Jorge VI? Por lo visto se le tenía, injustificadamente, por un advenedizo. Cuando, amén de estar emparentado con ellos- era sobrino de lord Mounbatten, asimismo tío de Isabel- procedía de una saga regia, de la casa Oldenburg, que había dado dieciséis reyes al Gotha europeo y unos cuantos zares de Rusia. Nacido el 10 de junio de 1921, vivió una triste infancia cuando se separaron sus padres, el príncipe Andrés de Grecia y la princesa Alicia de Battenberg. La madre acabaría abrazando una orden monástica en tanto su progenitor terminó sus días en París tras una vida de crápula, dilapidando su patrimonio. No nos cabe duda que ese pasado presentó factura al joven marino, quien tuvo una primera juventud educado con severidad primero en los colegios y luego sometido a la disciplina militar. Lo cual, a pesar de todo, no redujo su bonhomía. Los ingleses siempre han considerado a Felipe de Edimburgo como un hombre bienhumorado, propenso a contar chistes y chirigotas a las primeras de cambio.
La princesa Isabel porfió cerca del rey, su padre, para que la dejaran casarse con Felipe a los veinte años, pero el viejo monarca no autorizó la boda hasta alcanzar los veintiuno. Inútiles fueron las presiones que ella soportó para que se alejara del primo griego y eligiera algún otro príncipe. Llegó Isabel a decirle a su progenitor que si no recordaba cuando él había contraído matrimonio, para darle a entender que deseaba casarse con el hombre del que se había prendado, sin tener en cuenta si tenía más o menos sangre azul; que en la boda que soñaba no había intereses creados, y no era de conveniencia como en tantas otras historias reales.
Anecdótico resulta que el día que Felipe recibió una invitación real para hablar de sus relaciones con la princesa, llegó a Balmoral, residencia de campo de los Windsor, con un breve equipaje, en el que portaba un par de añejos trajes de segunda mano, que le había regalado lord Mounbatten y un mínimo número de objetos de aseo. Jorge VI aprobaría la boda, dijo estar contento de la elección de su hija, aunque le hizo saber a su futuro yerno que estaba al tanto de sus correrías tras las primeras faldas que se le antojaban, y no precisamente escocesas. Mujeriego empedernido, como contaremos poco más adelante. Obtuvo la nacionalidad británica y su suegro le concedió el título de duque de Edimburgo.
El 20 de noviembre de 1947 se celebraron los esponsales en la abadía de Westminster, que ofició el arzobispo de Canterbury. No se quiso declarar festiva la fecha, pues en la Corte se entendió que el país salía de la II Guerra Mundial, quedaba por delante una dura postguerra, y esta boda se pretendió fuera lo más sencilla posible, como la de cualquier súbdito. Claro está que acudieron cientos de invitados de rango. Ocho damas de honor rodearon a la novia, y dos pequeños pajes, quien lucía un bello vestido con una larga cola de cerca de seis metros en tanto exhibía un velo adornado con una diadema de perlas y diamantes. Poco más de cuatro años transcurrieron hasta que, al fallecer Jorge VI, Isabel II se sentó en el trono el 6 de febrero de 1952, siendo coronada el 2 de junio del año siguiente. El duque de Edimburgo, convertido en príncipe consorte, aceptó desde entonces su nada fácil papel en la sombra, acompañando a la reina allí donde era necesario, en frecuentes viajes por los países de la Commonwealth. En 1948 nació el príncipe heredero, Carlos, sobre el que mucho se ha venido escribiendo acerca de si llegará a reinar algún día o lo hará su primogénito Guillermo de Gales (fruto del desgraciado matrimonio con Lady Diana Spencer, como asimismo el menor, Enrique). Los otros hijos de Isabel II y el duque de Edimburgo son, como se sabe, Ana, princesa de Gales, y los príncipes Andrés y Eduardo.
El duque de Edimburgo, consciente del papel que debía desempeñar en la Corte Inglesa, supo desde que se casó y sobre todo cuando su esposa heredó la Corona británica, que debía apoyar en todo momento a Lilibeth, como la reina es llamada en su círculo familiar. Y se ha desvivido por hacerla feliz, con esa cortesía y afabilidad que le ha caracterizado siempre. Riéndose entre ellos en muchos momentos de su vida cotidiana. Especial tacto tuvo el príncipe consorte para que la reina superara aquel annus horribilis como ella definió 1992, cuando Carlos y Andrés, sus hijos, dieron fin a su matrimonio, y Ana se divorció asimismo. Para colmo hubo un incendio en el palacio de Windsor. Siempre han sabido complementarse en sus aficiones, con un respeto mutuo, cuando la reina es feliz paseando por sus jardines, cuidando de las plantas o de sus perros, en tanto su marido es adicto a la lectura, su afición favorita.
Ha pasado en los últimos años por ciertos trastornos de salud y a sus noventa y seis años (ya dijimos que le lleva cinco de diferencia a la reina), con un corazón que le ha dado más de un susto, aún mantiene un aspecto envidiable. Apareció en público por última vez, con la figura enhiesta, levemente encorvada, durante la visita de Estado que hace pocos meses efectuaron a Inglaterra nuestros reyes. Anunció poco antes que se retiraba ya de cualquier compromiso oficial. Tiene todo el derecho del mundo a su edad de descansar de sus viajes, inauguraciones y eventos después de haber sido un digno esposo consorte. Puede que ese corazón que, decimos, le ha dado algún aviso, tenga que ver con un capítulo menos conocido, al margen de su representación real en la Corte de Windsor. Nos referimos a su pasado galante, pues son muchas las conquistas femeninas que se le atribuyen, a saber: la actriz húngara "devorahombres" Zsa Zsa Gabor; otra actriz, Pat Kirkwood, Susan Barrantes (madre de Sarah Ferguson), lady Penny Brabourne, la duquesa de Abercom… Los lectores de esos tabloides sensacionalistas londinenses probablemente no ignoren que en sus mejores tiempos el duque de Edimburgo frecuentaba algunas casas de lenocinio del Soho, barrio bien conocido por su ambiente cutre, lleno de locales dedicados a la prostitución. Y un día se supo, por la indiscreción suponemos de algún servidor palaciego, que la reina y su marido no dormían en la misma cama, ni siquiera en el mismo dormitorio. Bueno, es algo que sucede en muchos matrimonios longevos. Lo que no quita para que ambos hayan llegado hasta este noviembre de 2017, contentos de haber superado los setenta años desde que se casaron.
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