Con la desaparición de Camarón de la Isla, hace de esto, justamente ahora, un cuarto de siglo, se fue el último grande del flamenco; un revolucionario sobre el que dijeron, acaso hiperbólicamente, que era mejor que el mismísimo Manuel Torre. Nadie lo ha superado y se le sigue recordando hasta con devoción, sobre todo en la Isla de San Fernando, donde vino al mundo a primeros de diciembre de 1950. Su nombre: José Monge Cruz (el primer apellido otros lo escriben con jota, pero los más cercanos a él así como nosotros). Sentíase fragüero como su padre, canastero como la madre. Quería ser torero, sueño de muchos niños de entonces, máxime en Andalucía. Y alguna vez se puso ante una becerra. El miedo, claro está, ha sido la cortapisa más importante para que sean pocos los que llegan a besar la gloria, como Curro Romero, que era su ídolo. Amigos de muchas madrugadas de juerga en las que el diestro de Camas se arrancaba por bulerías después de que Camarón se dejara el alma con sus cantes, hasta romperse la camisa, como todo gitano que se precie en ese arte.
Rubio de chico y de grande, aunque alguna vez cambiara de color. Por eso lo motejaron con el sobrenombre que se conoce. Fue su tío Joseíco, que un día se le ocurrió gritarle: "¡José, eres rubio y menúo como un camarón". Y con Camarón se quedaría para los restos, porque antes, a los suyos y a él mismo los llamaban Pijotes. De niño cantaba a todas horas y volvía a casa contento con unas monedas que le habían dado en un bautizo por amenizar la fiesta improvisadamente. La popularidad del chiquillo creció en la Venta de Vargas, lugar de encuentro de los flamencos de pro, de la gitanería andante, donde recuerdo haber estado una tarde, en el cruce de unas carreteras comarcales que llevan a Cádiz. Allí derramó todo cuanto sabía, aprendido en discos, en la radio, en la calle o sabe Dios dónde pudo recoger viejos cantes que en su garganta sonaban a algo distinto, muy profundo. Todos lo elogiaban, menos uno: Manolo Caracol. Precisamente a quien Camarón veneraba. Pero aquel pope del jondo vino a decirle que estaba aún en agraz. Y el muchacho, respetuoso, se calló. Andando el tiempo se tiró como si fuera un maletilla al escenario donde actuaba el Príncipe Gitano, y armó la marimorena.
Con quince años se largó a Málaga, contratado por Miguel de los Reyes, que bailaba con su grupo mejor que cantaba, aunque no se le reconocieron tampoco los muchos méritos que tenía. Entre calés y payos fue corriendo la especie de que había nacido un nuevo mesías del cante. Quisieron que actuara en una película protagonizada por Marisol, pero se negó. Juanito Valderrama, que tenía olfato para saber donde brotaba lo puro en una garganta, lo tuvo en la compañía que con Dolores Abril iba por toda España. Sabía Camarón de la Isla que en Madrid era donde se guisaba el negocio del flamenco, aunque fueran del triángulo del suroeste andaluz los buenos artistas del género, caracoleando como reza el estribillo de esa copla en la calle de Alcalá ("… por donde suben y bajan los andaluces"). Pasó por varios "tablaos" pero fue en "Torres Bermejas" donde estuvo más tiempo, cobrando como una figura. Pero había días que no iba, o tenía alguna bronca con algún cliente borrachuzo. Se iba a unos billares que estaban cerca, en la plaza del Callao. Allí coincidía con Paco de Lucía, y se convirtieron en casi hermanos. El genio de la guitarra, todavía modesto acompañante de cantaores, lo alojó en la casa que tenía alquilada con su padre y sus hermanos en la calle de la Ilustración, a dos pasos de la estación del Norte. Una época bohemia en la que Camarón le daba a los porros y al aguardiente, hasta que Antonio Sánchez, padre de Paco, lo llamó al orden: en su casa no quería golfos. Fue Antonio como un segundo padre para José Monge, y además quien le escribió buena parte de las letras de su repertorio. Un tipo independiente como Camarón de la Isla no era fácil que se acomodara a la disciplina de un hogar, que así venía a ser la casa de los de Lucía. Y cuando voló ya por su cuenta, porque empezaba a ganar dinerito fresco con el que enviciarse sin problemas, "fue a mayores", poniéndose por primera vez "ciego" de polvo blanco de primera calidad en el primer viaje que hizo a Colombia. No le eran ajenos al de la Isla de San Fernando los sitios donde despachaban esa clase de mercancía, dado que en su tierra, sabido es que procedente del Magreb los traficantes se enriquecen con todo tipo de esas substancias que quienes las toman aseguran llevarlos a un paraíso artificial. Hasta que se caen de la nube y lo pagan incluso con la vida.
No fue muy mujeriego Camarón de la Isla, aunque de jovencillo no le faltaran ocasiones para el ligue fácil: un físico atractivo, una mirada triste y seductora y encima poseedor de una privilegiada garganta. Pero no hubo otra mujer que quisiera tanto como a la que bautizó como "La Chispa". Nueve años menor que él. Dolores Montoya por nombre y apellido. José Monge iba un día con su colega Rancapino y la conoció. Cayó bien en la familia calé de ella. Y después de un tiempo, José fue por lo derecho: "Chispa", que ¡yo te quiero!" Y entre los gitanos una frase así encierra (o al menos sucedía antes) un serio compromiso de boda. A "La Chispa" le gustaba mucho José, no sólo porque le resultara guapo, sino porque lo creía sincero, de gran corazón. Se enteró que con los primeros dineros que ganó cantando le había comprado una casa en San Fernando a su madre, porque donde habían vivido antes toda su familia casi rozaba la miseria. Todo el pueblo acudió a la boda aquel 16 de junio de 1976. En la iglesia no cabía un alma más. El convite fue por todo lo alto. Divertido, pues allí cantaron muchos de los invitados de postín, como Curro Romero, Lole y Manuel, La Negra… Y el novio, por supuesto, por cantes festeros. El acontecimiento fue un miércoles, los recién casados se marcharon de viaje de novios un sábado "y dejamos a toda la gente bailando y cantando todavía". Como las cervantinas "Bodas de Camacho". Cuatro hijos tendrían. José siempre fue un padrazo con ellos.
La vida artística de Camarón de la Isla es ampliamente conocida de sus seguidores, razón por la que, junto a las limitaciones del espacio que tenemos nos lleva a pasar por alto un detallado estudio de su biografía artística. Les remitimos, entre la bibliografía existente sobre el llorado cantaor, a los libros publicados por Francisco Perejil, Enrique Montiel y Alfonso Rodríguez, este último magníficamente editado con profusión de fotografías y recuerdos recogidos de la viuda del artista. Lo que sí queremos es incidir en un breve apunte: siendo quien era Camarón de la Isla, que llenaba plazas de toros y estadios, sin embargo apenas vendía discos. Entre vinilos, cintas y compactos sólo se despacharon en su vida trescientos cincuenta mil ejemplares. Cifra ridícula si la comparamos con el penúltimo rumbero que se precie o el baladista más reciente. Sólo hubo dos discos que superaron la media ínfima de los anteriores. Fueron: "Autorretrato" y "Soy gitano". Cincuenta mil copias vendidas del primero, y setenta mil del segundo citado. Al conjuro de su nombre en las carteleras solía acudir un gentío: miles y miles de espectadores, según recinto y ciudad. Y él, lo mismo estaba a gustito y ni se acordaba del tiempo, no le importaba el reloj, que daba el mítin y se iba a los veinte minutos. Lo hizo una vez, nada menos que en el madrileño Palacio de los Deportes, en unas fiestas del 2 de mayo. Estuve allí esa noche. Y aunque lo abroncaron, a él le dio igual. La fiesta siguió, pero sólo con su grupo. ¿Por qué hacía eso? Por ejemplo, acuciado por la necesidad de fumarse un cigarrito. O de tomarse otra cosa "más fuerte". O porque no podía continuar… Grabando su último disco, "Potro de rabia y miel", comenzó a sentirse mal. En la Clínica Quirón de Barcelona, los oncólogos le aconsejaron que se marchara a la clínica Mayo, en Rochester, Minesota, Estados Unidos. Un viaje a la desesperada. El diagnóstico era un carcinoma de pulmón. Irreversible. Cuando trascendió la noticia, aun con dimes y diretes, sin precisar del todo la dolencia que lo acuciaba, hubo gente que empezó a propalar, incluso en círculos artísticos y periodísticos, que padecía Sida, o que era consecuencia de su adicción a las drogas. Ni una cosa ni otra. Era un empedernido fumador, que no dejó de serlo ni siquiera cuando estaba en vísperas de irse de este mundo. "¡El jodío fumeque!", que repetía Paco Rabal con su acento murciano, y repitió en la serie "Juncal".
Sólo recibió una docena de sesiones de radioterapia en Rochester. A su vuelta a España José le dijo a "La Chispa" que deseaba abrazar a sus hijos. Se fueron a La Línea de la Concepción donde permanecieron tres semanas en familia. Sabía que se estaba muriendo. Un equipo de Informe Semanal lo entrevistó y entonces dejó entrever que Paco de Lucía y su familia lo habían poco menos que estafado, quitándole sus derechos de autor. ¡Mentira! José no firmaba sus letras, apenas si de su cacumen salieron seis o siete. El resto tenía sus autores, entre ellos Antonio Sánchez, y sus hijos. Y Camarón cobraba sus derechos, pero de interpretación. Para Paco de Lucía fue un inesperado e injusto navajazo en el corazón, que nunca olvidaría. Menos mal que casi agonizando Camarón de la isla dijo a su mujer que Paco era para él un hermano: "Yo nunca me he "dejao" que nadie me robe". José tenía gran amistad y mucha confianza en un enfermero, José Candado, que vivía en Santa Coloma de Gramanet. Y hacia allí marchó los últimos días que le quedaban de vida, acompañado de "La Chispa". Ya no había remedio para su mal. Delgado, sin fuerzas, doliéndole mucho la espalda, el costado, sin poder apenas moverse. Fue internado en el hospital Germans y Trías y le sometieron a sesiones de quimioterapia. Allí fue donde falleció a las siete menos cuarto de la mañana del día 2 de julio de 1992. Agarrado al brazo de un tío de "La Chispa", Ramón, pronunció sus últimas palabras: "¡Omaíta, qué es lo que tengo!" Cerró los ojos con su postrer recuerdo para Juana, su madre. "Ha muerto un genio del cante", repetían en la radio y la televisión. Y "La Chispa": "Pero a mí se me fue lo que más quería. Mi marido, mi vida, mi historia, el padre de mis hijos".
Dos días después era enterrado en su ciudad natal, la Isla de San Fernando. Una multitud, con abundancia de raza gitana, le rindió una inusitada despedida entre lágrimas, gritos, aplausos y hasta conatos de riñas porque algunos no querían la presencia de fotógrafos y otros se peleaban por llegar al féretro, a palparlo como si estuvieran en el Rocío la madrugada en la que sacan a la Virgen y todos pugnan por acercarse a la imagen. Al fin y al cabo, sin que se nos tome por sacrílegos, José Monge Cruz "Camarón de la Isla" es todavía para muchos una divinidad del flamenco.