Sólo contaba sesenta y cuatro años, cumplidos apenas diez días antes. El 18 de marzo de 1992 Antonio Molina entregó su alma a Dios. Se despidió de madrugada de su familia con estas palabras: "Os quiero profundamente". Y se fue. Una muerte dulce, según Angelita, su mujer, a la que quiso con locura.
Fue un ídolo de multitudes en aquella España de mediados los años 50, que iba despertándose lentamente aún del letargo de la posguerra. Un cantante de masas, con extraordinarias facultades vocales, que deslumbraba con sus falsetes. Los críticos ortodoxos del flamenco no lo tuvieron muy en cuenta, pero él conocía perfectamente las claves del cante jondo. Lo que ocurre es que como otros cantaores se dio a la copla aflamencada, con la que llenó plazas de toros, recintos deportivos y teatros. Todavía se recuerdan algunos de sus grandes éxitos, del medio millar de títulos que grabó: "Soy minero", "Yo quiero ser mataor", "El macetero", "El agua del avellano", "Adiós a España"… Su popularidad se inició en la primera mitad de los 50, a la que contribuyeron sus primeras grabaciones, que sonaban en la radio a todas horas en los programas de discos dedicados. También porque su primera película, de 1953, El pescador de coplas se exhibió en los cines de toda España, sobre todo en poblaciones rurales. Con Marujita Díaz y Tony Leblanc. Luego rodó otros siete largometrajes (Malagueña, La hija de Juan Simón, El Cristo de los Faroles…) despidiéndose del cine en 1961, con Puente de coplas.
Empresario de sus propios espectáculos –llegó a presentar cerca de treinta- ganó muchísimo dinero, que poco a poco se le fue escapando de las manos, aunque afortunadamente no llegó al caso de otros colegas suyos que no supieron administrarse. En el suyo, ocurrió que le fueron mal dos negocios: una cafetería en el madrileño barrio de Argüelles donde vivió catorce años en la calle de Guzmán el Bueno, y un jardín-sala de fiestas en Benidorm. Afortunadamente, en sus últimos años pudo disfrutar de su inversión en el antiguo pueblo madrileño de Fuencarral, actualmente distrito de la zona norte: una casa de varios pisos, en los cuáles vivía con su mujer y en los otros algunos de sus ocho hijos, los que no se habían independizado.
Malagueño de nacimiento, hijo de una humildísima familia, tuvo de desempeñar diversos oficios siendo aún niño: a los diez años dejó la escuela para ir cuidando cerdos y conejos, repartiendo y vendiendo leche en un burro por las calles de Málaga, también pan… Y en su devenir diario alegraba con sus canciones, aprendidas a través de la radio, a cuantos lo escuchaban. No se vistió con un traje y calzó un par de zapatos hasta que cantó en un teatro. Soñaba con irse a Madrid y buscarse la vida y así se lo hizo saber a su patrona, Conchita, que regentaba un bar, donde había entrado ya con dieciocho años como camarero. Esa mujer se enamoró locamente de Antonio, que lucía unos ojos brillantes, sus cabellos ensortijados y una contagiosa sonrisa. Conchita vendió su negocio y se instalaron en una céntrica pensión en la capital de España. Ella le doblaba casi la edad y mantuvo una larga temporada a su joven amante, que no tenía un duro. No obstante éste no quería ser un chulo y se puso a buscar trabajo: en un taller de tapicería y en otro bar. En sus paseos por los Madriles estando cierto día en una taberna, lo escuchó cantiñear un letrista de coplas, quien, adivinando que podía ser una futura figura le posibilitó conocer al pianista y compositor José María Legaza.
En poco tiempo, tras recibir lecciones de ese maestro, Antonio Molina comenzó a ensayar un repertorio que le cedió para que lo estrenase. De Legaza serían muchos éxitos a lo largo de su carrera: "A la sombra de un bambú", "Cuando siento una guitarra", "El agua del avellano", "La serranía"… Luego le compondrían canciones otros destacados autores pero aquel al que conoció providencialmente, el citado Legaza, le abrió las puertas del triunfo en el mundo de la copla, en un periodo donde este género alcanzó su etapa de oro. Antonio Molina tuvo sus mejores años de indiscutible estrella entre la mitad de los años 50 hasta bien avanzada la década siguiente. Luego, digamos que con la mayor dignidad vivió a costa, digamos, de las rentas del pasado, de su nombre conocido en toda España, cuando ya sus portentosas facultades vocales fueron decayendo. Recuerdo siendo niño verlo en un pueblo de La Mancha, donde estaba anunciado, paseándose por las calles a bordo de lo que entonces se conocía como "haiga". Un espectacular automóvil, parece que fabricado en Alemania, que los autores de una biografía del cantante aseguraban que se lo había regalado Franco. Nada más lejos de la realidad, porque el Jefe del Estado, que se sepa, no se dedicaba a obsequiar a nadie y menos a una figura folclórica. Fue el propio artista quien me contó la verdad. Como cada 18 de julio, era invitado a actuar con otras figuras en el Palacio de la Granja; al final de la fiesta, el Caudillo saludaba uno a uno los actuantes. Franco, imponía mucho de cerca, dicen que por su poderosa mirada, unos ojos negros que se clavaban inmóviles en el rostro de su interlocutor. Y Antonio Molina se atrevió a solicitarle un permiso para comprar un coche de importación, que no estaba al alcance de cualquiera, aun teniendo dinero para adquirirlo. Franco le remitió al Ministro de Industria, Arburúa. Y, en efecto, pudo satisfacer su deseo, facilitándole la documentación precisa; de la que sólo se beneficiaban los personajes más cercanos y afines con la ideología del Régimen.
Para entonces, ya era un hombre casado. Aquella amante, Conchita, que tan bien se había portado con él, tuvo que dejarla. Fue al conocer en 1948 a una adolescente de dieciséis años. Fue contemplarla al salir del colegio donde estudiaba y quedar prendado de sus encantos. Ella vivía en el entonces pueblo de Fuencarral. Y allí que se desplazaba muchos días para verla, tratando de conquistarla y convertirla en su novia. Lo que felizmente ocurrió. "Nos casamos de penalti", me confió, entre risas el propio Antonio Molina. La boda se celebró el 31 de marzo de 1951. A los pocos meses nació el primogénito, llamado como el cabeza de familia. Sucesivamente, nacerían los restantes: Juan Ramón, Ángela (en 1955), José Alberto, Paula, Miguel, Mónica y Noél. De ellos sabido es que Ángela Molina se convertiría en una actriz relevante. Paula siguió sus pasos, pero se aburrió pronto y eso que estaba muy bien en "Ópera prima" y su único álbum de canciones fue muy bien recibido. Micki, además de sobresaliente "donjuán" tiene un notable "curriculum" en el cine y la televisión, en tanto Mónica ha destacado como estupenda intérprete de baladas, y Noel se dedica a componer. Me contaba su padre que a veces se metía en un cine, procurando no ser reconocido, si veía una película anunciada de "su Angelita". Pero se salía al rato, entre lágrimas al no poder soportar alguna escena violenta o comprometida. En el círculo íntimo del cantante se comentaba que a lo largo de tantos años de matrimonio nunca engañó a su mujer.
Me cabe un triste honor (sin ningún otro compañero me dice lo contrario) de haberle realizado la última entrevista que concedió en su vida, pocos meses antes de su fallecimiento. Estaba en su casa de Fuencarral, con el pelo encanecido, las barbas luengas, blanquecinas. Parecía un patriarca de la Biblia. A través de una sonda de plástico inhalaba oxígeno que le proporcionaba un pesado tubo metálico. Al dos por tres la conversación se interrumpía. Para mí era una situación tan violenta como emotiva. Pues de pronto se le escapaban las lágrimas, sabiéndose a las puertas de la muerte. "Padezco fibrosis pulmonar. Una insuficiencia que me tiene apartado de la canción desde hace diez meses. Me ha pasado lo peor que puede ocurrirle a un cantante, porque no tengo otra dolencia. Los médicos me dicen que tengo los alvéolos explotados por causa de mis excesos. De mi voz, pues me entregaba siempre. He dado el do de pecho. Podría haber sido un gran tenor, incluso. Y así he estado cuarenta años…." Me dijo que no se extralimitó nunca con la bebida, apenas una copa de vino fino antes de salir al escenario. Tampoco fumaba. "¿Y la barba de ahora?". Me contestó, deprimido: "Para esconderme de mí mismo, de la gente. No salgo ya de casa desde hace mucho tiempo. Tampoco vienen a verme muchos compañeros. Me da igual que algunos me olviden. Por lo demás, si yo triunfé ¿qué importa ahora? ¿Deprimido, me preguntas? ¿Y cómo no habría de estarlo. No sólo es que no puedo ya cantar nunca, es que vivir así, respirando con una sonda y permaneciendo en cama muchas horas, te limita bastante. ¿Dónde voy a ir yo así?". Le insinué: "¿Echas de menos los aplausos?". "Sí. Me pongo a llorar cuando lo pienso, cuando me acuerdo del público y me doy cuenta que ya no lo tengo delante. No volveré más a cantar. Mi vuelta es para irme al otro mundo, aunque no le temo a la muerte. Soy muy cristiano. Cuando me llegue…" Y le llegó esa cita, fatalmente. El 18 de marzo de 1992, hace justo veinticinco años. Varios miles de `personas acompañaron a la comitiva fúnebre hasta el cercano cementerio. Frente a su casa, una placa lleva el nombre de la calle dedicada a Antonio Molina.