Para Carmen Sevilla este domingo, 16 de octubre, será un día más, sin especial trascendencia, ignorando que es el de su ochenta y cinco aniversario (aunque siempre insistimos que en las enciclopedias figura como nacida en 1930, debido según nos contó ella misma a que en su juventud se añadió un año más para obtener el entonces necesario carné del Sindicato Nacional del Espectáculo). Una fecha que, sólo hace apenas diez años, ella esperaba ilusionada. Se encargaba de reservar en un lujoso restaurante madrileño de cinco tenedores un reservado para agasajar a un reducido número de fieles amigos, con los que al final de una divertida cena brindaba alegremente con champaña. Pero ahora sigue recluida en su habitación de la residencia Sanyres, en Aravaca, las afueras de Madrid, clínica psiquiátrica a la que fue llevada por su hijo ante el avanzado Alzheimer que le fuera detectado en 2009, aunque no se hizo público hasta tres años más tarde. Todavía permaneció un par de años presentando Cine de barrio, donde sus acostumbrados despistes ya no eran consecuencia de su falta de concentración para aprenderse los guiones: era víctima de una cruel enfermedad, que no tiene curación por el momento, que puede prolongarse sin que los médicos calculen hasta cuándo. Y ello, harto se ha repetido, afecta como es comprensible a sus seres más queridos, impotentes para comunicarse con el paciente.
En el caso de Carmen Sevilla no ha experimentado cambio alguno desde su ingreso, cuando dejó su última vivienda madrileña, la que adquirió estando casada con Vicente Patuel, al comienzo del madrileño paseo de Rosales; piso con excelentes vistas, valorado en dos millones de euros, que al parecer Augusto Algueró Jr. ha tratado de vender o alquilar, sin saberse exactamente si continúa o no vacío, porque él hace ya tiempo que no concede entrevistas ni contesta ningún mensaje que los reporteros le envíen. Siempre fue un muchacho discreto, al que yo recuerdo entrevisté a duras penas en sólo una ocasión. Salió más en carácter al padre. Es una de las dos personas que nos consta visita a su madre. En una de sus escasas declaraciones sobre ella, comentó hace algo más de un año que ya no lo reconocía. Lo que contradice cuanto manifiesta el otro visitante de la estrella sevillana. Se trata de Moncho Ferrer, en tiempos actor valenciano que actuó en varias compañías de revistas, en papeles cómicos y también en breves cometidos cinematográficos, convertido después en relaciones públicas. Le unió a Carmen Sevilla un frecuente trato en los últimos cuarenta años, y ahora asegura ir a la clínica para verla a menudo. Confiesa que sólo reconoce a su hijo y a él. Y que si aparece alguna otra inesperada visita, en el supuesto de que la autoricen llegar hasta la actriz, ésta no muestra atención ni reconocimiento alguno. Se cuenta que nadie de su familia (hermano y cuñada) tienen acceso para verla; acaso porque si alguna vez fueron, Augusto dio órdenes de que no les franquearan la entrada. Buena parte de los días transcurren para la querida actriz, tan admirada por millones de españoles, con su mirada queda en el vacío, actitud propia de quienes padecen su enfermedad, sin articular apenas palabras ni dar muestras de querer comunicarse con nadie. Sus cuidadores tratan de animarla, sin conseguirlo. Un drama sin solución.
Pero he aquí que el mentado Moncho Ferrer declara que le canta a Carmen Sevilla alguna de las muchas canciones que ella estrenó en sus años de gloria. Y en esos momentos, a veces, ella parece volver a ese pasado que ignora, y bisbisea, recuerda algunas frases o estribillos, que pudieran inducir a creerla algo recuperada de su maldito mal. Pero son sólo meros destellos fugaces en su perdida memoria. Porque prosigue día a día sin saber quién es y sobre todo quién fue. La estancia en la que pasa tantas horas, jornada tras jornada, es una suite con salón, dormitorio y baño. En la cama es donde pasa un buen número de horas, lo que en ella siempre fue una constante. Recuerdo haber sido recibido por Carmen, en los primeros años 90, cuando vivía en un piso alquilado a espaldas del edificio España. Era un encuentro periodístico más, de los muchos que tuvimos tiempo atrás. Aquella vez, la cita impuesta por ella, fue a la una de la tarde. Sabiéndola dormilona, me extrañó. Y al llegar, sin duda por la confianza que yo le inspiraba, me hizo entrar en su dormitorio, invitándome a sentarme en un extremo de la cama. No estoy contando ninguna escena inventada o vodevilesca. Carmen Sevilla era así con sus amigos periodistas. Me urgió a que empezáramos la entrevista, y en una hora la despachamos. Si ahora duerme más de ocho horas y se mantiene otras cuantas postrada, insisto en que en ella fue así siempre costumbre. Cuando las personas que la atienden consiguen que se levante, a veces da un paseo en silla de ruedas por los jardines de la residencia. Es su única salida al exterior, dentro del recinto siempre. Para luego continuar el resto del día en esa silla de ruedas. Y a uno le vienen a la memoria aquellas películas en la que mostraba su arte como bailarina, que es lo que en principio quiso ser y para lo que se preparó, al entrar de jovencita en el Ballet del Marqués de Montemar. Pero Estrellita Castro, su madrina artística, la empujó a cantar, luego vino el cine, y poco a poco, sin haberlo pretendido, se convirtió en actriz y en intérprete de coplas y luego modernas melodías cuando se casó con Augusto Algueró. Pero bailar, siempre fue su especialidad, lo que mejor sabía hacer según propia confesión: "Yo no soy buena cantante", me confió una vez. Como actriz, en sus setenta y cinco películas creo yo que demostró la calificación de notable, dentro eso sí de sus limitaciones dramáticas y encasillada a veces en un mismo género cinematográfico.
Pero de todo aquel ayer brillante, de su época, aunque breve, en Hollywood, de sus antaño acompañantes de lujo como Frank Sinatra, nada queda en su memoria, evaporados sus recuerdos en una permanente nube que se lo impide. El antes citado Moncho Ferrer, su visitante amigo, estaba al corriente de un sueño que albergaba Carmen Sevilla cuando todavía no le habían detectado su enfermedad: quería que su vida se llevara a la televisión, en una serie en la que ella pudiera ir recordando sus más felices momentos. Propósito que nunca llegaría a concretarse. De haber sido posible, sin duda se habría referido a sus dos maridos. De ambos estuvo muy enamorada. Y los dos la engañaron, sobre todo el primero, Augusto Algueró, del que se han contado ya muchas veces sus infidelidades matrimoniales. Lo que parecía menos sabido es que también el empresario cinematográfico y luego agricultor y ganadero Vicente Patuel, con quien ella estuvo casada desde 1985, durante quince años, le puso más de una vez los cuernos. En un viaje a Cuba, él solo. Y en otras ocasiones. Quien estaba cuidando la finca extremeña a la que Carmen Sevilla se fue a vivir unos años, algo contrariada porque así se lo pidió Patuel, no ha tenido inconveniente en decir que ella sí que estaba pendiente de él a todas horas, hasta el final, pues Vicente murió en sus brazos, de un repentino infarto de miocardio. Pero que muy a menudo la dejaba sola y se iba sin dar razones. Carmen Sevilla, en aquel periodo de su vida, sufría mucho; tanto o más que cuando Algueró la abandonaba en su domicilio de la avenida del Generalísimo para irse con alguna de sus conquistas, y ella le dejaba un plato de jureles por si al regresar de madrugada tenía apetito. Una mujer que procuró dar la sensación de ser feliz, pero que aguantó carros y carretas por la vida extra conyugal que llevaban sus dos amados esposos. Como si hubiera protagonizado en la pantalla un par de películas melodramáticas. Sólo que ella las vivió en cuerpo y alma cuando nada podía hacerle presagiar que llegaría el día en el que todo lo vivido quedaría borrado de golpe y porrazo de su mente. ¡Qué pena, Carmen!