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El día que Ortega Cano persiguió a Rocío Jurado por las calles de Madrid

Es la historia lejana en el tiempo de un jovencito que ahora regresa a los ruedos, enamorado platónicamente de una mujer, a la que sabe inaccesible.

Es la historia lejana en el tiempo de un jovencito que ahora regresa a los ruedos, enamorado platónicamente de una mujer, a la que sabe inaccesible.
Rocío Jurado y Ortega Cano | Archivo

Es la historia lejana en el tiempo de un jovencito enamorado platónicamente de una mujer, a la que sabe inaccesible. Pero la sigue, la persigue, no se atreve a decirle nada. Y luego llega a casa y sueña con ella. No es el argumento de ningún culebrón: le ocurrió realmente a José Ortega Cano cuando apenas tendría dieciocho años, quizás alguno menos, pues no recuerda exactamente la fecha. Sólo que Rocío Jurado le gustaba mucho, física y artísticamente. Paseaba el entonces alevín de torero por las inmediaciones de la madrileña calle de Serrano cuando casi se da de bruces con la chipionera, que iba acompañada de su madre, doña Rosario. "De tiendas", como decían las mujeres, no sé si también ahora, deteniéndose en algunos escaparates, entrando en los establecimientos que llamaban su atención. Y el cartagenero, "de miranda", cerca de ella, pero sin acertar siquiera al espontáneo piropo. Debió cansarse al transcurrir una hora, o se despistó y ya no acertó a encontrarla. En cualquier caso fue la primera vez que la vio en carne y hueso y no en el cine (ella había protagonizado ya Los guerrilleros, junto a Manolo Escobar) o en las revistas del corazón. Pero debió pensar que él no era nadie para osar ser su imaginario pretendiente. Algún día, tal vez, si triunfara en los toros…

Pero Rocío resultaba entonces inalcanzable para un vulgar torerillo. Ella, en cambio, ya una figura, había triunfado en su espectáculo Pasodoble en el teatro de La Zarzuela, en tanto José ayudaba a sus padres y hermanos vendiendo fruta y tratando de abrirse paso como becerrista, lo que consiguió, anunciado en un espectáculo cómico-taurino- musical de carácter bufo, y luego en otro más o menos parecido, con El Platanito. ¿Cómo entonces podía soñar José Ortega Cano, diez años más joven que Rocío Jurado, en conquistarla? Ya siendo matador de toros consagrado, no se le quitaba de la cabeza la imagen de la cantante. Había tenido novietas: una paisana, de Cartagena, que estaba enamorada de él, pero sin ser correspondida; y la hija de un próspero empresario que anunciaba mucho en los periódicos su negocio inmobiliario, atractiva rubia con la que se fotografiaba de vez en cuando. La verdad es que yo creo que estaba enmadrado, que sólo pensaba en su madre, doña Juana, y en sus compromisos taurinos. Algún envidioso y canalla difundió la especie de que no le gustaban las mujeres, lo que ya se presentía, decían, cuando años atrás trataba de ser bailarín. La maledicencia de gente chismosa que sólo pretende hacer daño. Un amigo común, Marcelo, muy conocido en los ambientes taurinos, que se encargaba de la ganadería del Presidente del Atlético de Madrid, Jesús Gil, me confió: "Que yo sepa es tan macho como tú y como yo. Lo recuerdo en un hotel de Cartagena de Indias, él encamado con una moza y yo en otro catre con otra".

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La familia al completo | Archivo

Seguía José acordándose de Rocío y sabedor que el guitarrista Paco Cepero la conocía, lo invitó varias veces a algunas de sus corridas, con el afán de que algún día propicio le presentara a la Jurado. No hizo falta: un encuentro casual en la consulta del doctor Mariscal fue el punto de partida para que cantante y torero se conocieran, intimaran tiempo después y se casaran. Todo ello y lo que aconteció hace ahora diez años de la desaparición de su mujer, es harto sabido. Si se me permite, una leve anécdota, de cuando ella rodó una nueva versión de La Lola se va a los Puertos. Se filmaban unas escenas en el tablao madrileño Villa Rosa, frente a la plaza de Santa Ana, histórico local en el que en los años 30 se juntaran grandes del jondo cantándole a los señoritos que los contrataban. Rocío Jurado tenía alguna escena comprometida, de esas de achuchones y ósculos con Paco Rabal y el joven galán Jesús Cisneros. Ortega Cano contemplaba desde un rincón aquella sesión del rodaje, incómodo: casi se mordía las uñas, celoso por dentro, inquiriendo detalles de si la cosa iba a ir a más… Hasta que alguien lo sacó del salón, rogándole educadamente, con mano izquierda, que se ausentara para no perturbar a los actores. Pero eso lo que demostraba es que el diestro estaba cada vez más "colado" por Rocío.

Ahora, en el cementerio de Chipiona, le ha rendido tributo al cumplirse el décimo aniversario de su muerte. Pero la vida sigue y ese imperecedero recuerdo no le impide ser feliz con Ana María Aldón, con quien tiene un hijo, José María (y ella una hija, Gema, de una anterior relación). No suelta prenda Ortega Cano de cuándo será la boda, pues desea celebrarla por la Iglesia. Presiento que lo hará pronto y en la intimidad. Mientras tanto va saliendo adelante, soportando los problemas que viene causándole su hijo adoptivo José Fernando, que parece va poco a poco recuperándose de sus peligrosas adicciones; más satisfecho con Gloria Camila, su otra hija adoptiva de Colombia.

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La familia de Ortega y Jurado | Cordon Press

Y desde luego, superando el trauma que le supuso entrar en la cárcel zaragozana de Zuera, condenado a dos años, seis meses y un día de prisión. Condena atenuada tras cumplir año y medio tras los barrotes. Ya disfrutando de la libertad hace meses, lo hemos visto muy delgado últimamente, en los pasillos de la plaza de Las Ventas, adonde acudió a la presentación de una biografía escrita por Carlos Abella sobre Luis Miguel Dominguín. Las huellas de su paso por la cárcel, los recuerdos del accidente en el que perdió la vida el ciudadano Carlos Parra, la permanente nostalgia de Rocío, las cuitas de sus hijos adoptados, sus desencuentros con familiares propios y de su desaparecida esposa, los episodios de su algo quebrantada salud, con problemas coronarios, qué duda cabe han hecho mella en la mente y en el rostro de este valiente torero, con un historial en el que se conjuntan tardes de gloria y cornadas gravísimas.

Y ¿qué hacer en el presente, para vencer todos esos fantasmas del pasado? Un torero, deja de torear y en general no sabe qué hacer. Y eso que Ortega Cano se concentró en su ganadería cuando dejó de hacer el paseíllo. Luego apoderó a un novillero, Rafael Cerro. Y en la actualidad, lleva los destinos del burgalés Morenito de Aranda y es empresario de la plaza de toros de Benidorm. Allí va a reaparecer el próximo 16 de julio, encabezando la terna con Morante de la Puebla y José María Manzanares. En principio, para una sola tarde. Si se le diesen las cosas de cara ¿acaso no volvería a plantearse la idea de continuar en activo? Ya se ha retirado tres o cuatro veces. No debería tentar más la suerte. El toro de cinco, el torero de veinticinco, reza un dicho taurino, respecto a los años. Y a sus sesenta y dos, el espada cartagenero, zurrado por los toros y por la vida, debería pensárselo dos veces. Le han preguntado que por qué vuelve a vestirse de luces, siquiera por una tarde. Y ha respondido que es por su deseo de que la plaza de toros benidormí recupere la categoría de su pasado. No quisiera contrariarle, pero ese coso de tercera siempre fue un negocio pensando en los guiris y no precisamente para engrandecer la Fiesta. La última vez que se enfundó un terno de luces fue en Navalmoral de la Mata, en 2009. Yo lo vi poco antes en una matinal en Granada, donde sufrí como aficionado, a merced de sus enemigos. Siendo una figura del torero, con un historial a grandes rasgos impecable, aunque con esos borrones de sus reapariciones, Ortega Cano debiera a estas alturas ser un tanto prudente y tras superar esa atormentada existencia de época cercana no poner más en riesgo su vida.

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