Actores que han gozado muchos años del favor del público llegan a veces olvidados a la última etapa de sus vidas. Le ocurrió a Rafaela Aparicio, actriz de extraordinaria comicidad, a quien hoy recordamos al cumplirse dos decenios de su muerte. Falleció en una residencia de ancianos el 9 de junio de 1996, a la edad de noventa años cumplidos dos meses antes. Muy pocos de sus compañeros acudieron al entierro en la madrileña Sacramental de San Isidro. Había yo localizado tiempo atrás aquella residencia, La Santina, situada en el barrio de Canillejas, pero no me dejaron entrar a saludarla por expreso deseo de sus hijos. Rafaela Aparicio padecía "el mal de Alzheimer". Su último trabajo lo hizo un par de años antes: la película de Ricardo Franco Oh, cielos!, y en el teatro, dos comedias de Rafael Mendizábal: Mala yerba y La abuela echa humo. En algunos momentos de su diario acontecer cuando la internaron, entre extraños delirios y confusos monólogos, instaba a una enfermera: "¡Deprisa, deprisa, vísteme, que llegaré tarde al teatro y no podré hacer la función!".
¡Pobre Rafaela, atrapada por la negrura de su desmemoria! Su amiga, compañera de tantos ratos, Florinda Chico, también fue a verla y quedó muy impresionada cuando Rafaela no la reconoció y creyó que era la visita de una desconocida. Y muchos de los que nos leen recordarán que ambas obtuvieron uno de sus mayores éxitos entre los años 1967 y 1970 en el programa de Televisión Española La Casa de los Martínez y al año siguiente una película de igual título, en sus papeles de tía y sobrina. Por la calle la gente que las reconocía no cejaba de hablar con ellas, pues daban siempre la impresión de ser como "de la familia". Hasta hubo un señor que llegó a proponerles irse de "chachas" a su casa, que él les pagaría muy bien. Luego hicieron juntas varias comedias teatrales, del género sainetesco. Porque hacían reír al público. En el caso de Florinda interpretó también papeles dramáticos, no así en el de Rafaela Aparicio, a la que por lo corriente la contrataban para personajes con vis cómica, que ella bordaba. No obstante evoco de ella algunos títulos cinematográficos donde no le exigieron caer en el histrionismo: Ana y los lobos, Mamá cumple cien años (la mejor de sus apariciones en la pantalla, a nuestro juicio), El sur, El mar y el tiempo…
De entre mis encuentros periodísticos con ella, espigaré estos recuerdos: "Yo me llamo Rafaela Díaz-Valiente Aparicio y nací en Marbella y de allí me sacaron a los diez meses llevándome a La Carolina, después a Sevilla y más tarde a Córdoba donde teniendo diez o doce años empecé ya a hacer pinitos teatrales en cuadros de actores aficionados. Mi padre era marino mercante pero se metió en negocios taurinos y teatrales como empresario, lo que yo aproveché pues, aunque me saqué el título de Magisterio, el teatro siempre 'me tiró' mucho". Tanto que Rafaela llegó a representar varios cientos de obras escénicas y a intervenir en más de cien películas, sin contar sus apariciones en televisión. Verla aparecer en un escenario ya despertaba risas entre los espectadores. Me recordaba haberse instalado en 1931 con su padre en Madrid en un piso que les recomendó el comediógrafo y sainetero entonces de moda, Carlos Arniches. "Me besaba mucho en cuanto me veía. Cariñoso sí que era conmigo, y decían que era un viejo verde, que le gustaban a rabiar las mujeres…".
Rafaela Aparicio tenía salero por arrobas, que le servía acaso para desviar la atención sabiéndose muy bajita de estatura. "Con decirte que me llamaban La Menúa, está dicho todo". Esta y otras anécdotas me las relataba en su modesto piso madrileño de una barriada de aire popular situada detrás del imponente edificio de Torres Blancas. Cualquiera que lo ignorara podría pensar que disfrutaba de millones. Y no, no era así, aunque le pagaran sueldos y contratos aceptables. "¿Y sabes por qué yo no gané más dinero, cuando he estado toda mi vida trabajando? Pues te lo voy a decir: culpa mía, desde luego, porque preferí siempre cobrar una cantidad fija, apalabrada, y no ir por ejemplo a porcentaje. De haberme atrevido a montar compañía propia y ser empresaria, otro gallo me hubiera cantado y sería rica. Claro que, a cambio, nunca me arruiné como otros". Tenía dos hijos, chico y chica. El varón probó suerte como galán, pero no le gustaba la profesión y tampoco reunía condiciones. Acabó trabajando en la compañía Iberia, por recomendación que su madre y Florinda Chico pidieron a Fuertes de Villavicencio, Jefe de la Casa Civil de Franco. Se llamaba como el padre, Erasmo Pascual.
Hay una historia que Rafaela Aparicio me contó una vez de cierta manera, y otra de forma distinta, así es que no supe a qué carta quedarme respecto a su vida sentimental. Pude enterarme inicialmente que a principio de la década de los 30 contrajo matrimonio. No me dijo el nombre del marido, pero sí esto: "Fue la gran equivocación de mi vida. Al año y medio nos separamos". Poco después, en 1933 entablaría amistad con Erasmo Pascual, un gallego de Ribadavia, al que frecuentaba en el café contiguo al teatro de la Comedia, El Gato Negro, donde iba mucho Jacinto Benavente, que presidía una animada tertulia de cómicos y gentes afines al teatro. Erasmo se convertiría en un genérico de prestigio, un buen actor genérico como se les llamaba entonces a quienes no representaban papeles protagónicos. Él era viudo, padre de una hija y según me relataba en aquella primera ocasión Rafaela Aparicio comenzaron a convivir, muy felices y sin pasar ni por la vicaría ni tampoco por el Registro Civil, que existía al ser el periodo de la II República. "Nunca llegué a comprender cómo dos personas tan opuestas de carácter, que éramos nosotros, conseguimos tanta felicidad. Yo, andaluza, siempre bromeando; él, gallego, introvertido, seco…".
Y ahora les cuento la versión que en otro encuentro ella me refirió del siguiente modo: "Erasmo y yo nos conocimos en Barcelona y nos casamos en 1933. ¿Sabes lo que nos pasó? Pues que años después del enlace quisimos sacar unos papeles y habían desaparecido durante la guerra al incendiarse la iglesia de la boda". Entonces yo aduje que estaban solteros. Y ella: "Algo así, parece, pero siempre nos quisimos mucho". Ya había muerto Erasmo Pascual y lo evocaba con emoción. Pero como no quise recordarle aquella otra confesión, me quedé siempre con la duda de si realmente habían escuchado la Epístola de San Pablo. Me inclino pensando que ella estaba desencantada de su primer desposorio y no quiso complicarse más la vida en ese sentido, en tanto él, por su viudez, acaso tampoco tendría muchas ganas de repetir ceremonia. Son historias que al escucharla de labios de personas de cierta edad, con el tiempo, se cuentan alteradas. Y el periodista, lamentablemente, ha de aguantarse. Por otra parte indagué, sin hallar fuente alguna que me despejara la cuestión. Tampoco era cosa de darle mayor importancia. La última vez que nos vimos fue en Gijón, compartiendo un vaso de sidra: "No me canso nunca, necesito seguir trabajando, y a pesar de que hay teatros con camerinos fatales, necesito estar en ese ambiente. Mi salud es buena, no tomo potingue alguno de la farmacia; como mucho, una aspirina. Y nunca me retiraré, escríbelo bien claro, hasta el día que me saquen para siempre en una caja". Y ese día, fatalmente, llegó. Hace de ello ahora, exactamente, veinte años.