Lo que tuvo que comer De la Quadra-Salcedo
¿Qué manjares comió uno de los españoles que más viajó a lugares remotos durante su vida?
Unanimidad es la palabra que cuadra esta vez con los obituarios dedicados a Miguel de la Quadra-Salcedo, a quien todos los firmantes en cualquiera de los medios de comunicación dedican, muy justamente, elevados calificativos. Voy a añadir a ellos unas breves notas, sobre un asunto al que, por su naturaleza meramente anecdótica, nadie de los que conozco se ha referido: las circunstancias en las que se movía llegada la hora de la manduca, en los muy diversos lugares a los que llegó en sus infinitas aventuras.
Cualquiera que nos lea puede verse, si viaja, si se desplaza a un lugar donde las costumbres gastronómicas son diferentes a las suyas, en la circunstancia de recurrir a platos comúnmente establecidos, como una sopa, mejor una tortilla –la consabida omelette- o la pizza más o menos conseguida como italiana. Sencillamente porque la comida del sitio que se visita nos es desconocida y hay quienes, como yo mismo, no nos atrevemos a esas aventuras gastronómicas que nuestro estómago rechaza. Se come por la vista la mayor de las veces.
Pues, bien: no me desvío de la cuestión de este artículo. Conocí a Miguel de la Quadra-Salcedo en el transcurso de una simpática cena, con sólo media docena de comensales. Lo ideal para hablar, para escuchar. Y lo tuve enfrente de mí. No me perdí ni una sola de sus confesiones. Hombre cortés -lo ratificaría en un encuentro posterior, muchos años después-, de simpatía urgente, nada fatuo pese a la apariencia algo estrambótica de sus bigotes, que atusaba de vez en cuando como un tic inexcusable, me pareció en el fondo algo tímido, como un contraste con sus hazañas aventureras y periodísticas. Modesto, aunque lo traicionara un poco la tonalidad de su voz, ligeramente impostada, seguro que por propia genética.
A los que nos gusta la buena cocina no es extraño que en el transcurso de una comida saquemos a colación, nunca mejor dicho, alguna referencia gastronómica como dónde se come mejor, qué especialidad tiene tal o cual restaurante… En esta ocasión, me pareció natural preguntarle a este compañero de velada, madrileño-navarro, tan admirado por millones de televidentes, qué es lo más raro y sorprendente que había tenido que comer en su vida. Y me dijo lo siguiente: "Carne de murciélago. Eso en cuanto a rarezas. Pero lo más exquisito que he comido puede que te sorprenda pero, sin haberlos probado antes, fueron unos sesos de mono que me zampé en China. Y, fíjate cómo me los tuve que comer: ante la mesa había una especie de torno, con la cabeza del mono aprisionado, y uno tenía que servirse del utensilio que nos habían proporcionado para hincarlo en la cabeza del simio y a partir de ese momento comenzar a saborear los sesos del animal"
Confieso que en ese instante hice una composición de lugar, probablemente lo mismo que mis compañeros de cena, con un gesto inevitablemente de rechazo ante la muy lejana posibilidad de vernos en el mismo trance que nuestro ilustre invitado. Él, mientras, sonreía, sin que con ello quisiera desautorizarnos o burlarse de nosotros, insistiendo en las bondades gastronómicas de aquel manjar que se nos antojaba despreciable.
Yo le retruqué con la pregunta de si en alguna ocasión se había visto forzado a ayunar ante la imposibilidad de comer algo mínimamente de su gusto. "Sí –me respondió, amablemente-, fue en Eritrea, donde como dices no tuve más remedio que quedarme en ayunas y donde no encontré otra mejor salida que alimentarme, como el resto de mi equipo, con un puñado de trigo triturado entre las manos. Y encima no podíamos beber, ante la carencia de agua. La poca de que disponíamos la empleábamos en lavarnos, así es que únicamente bebíamos un vaso diario. Con decirte que perdí veinte kilos en tres meses, está todo dicho". Aquella velada la disfrutábamos con un apetecible menú. Como periodista, me satisfizo más el rosario de anécdotas de un personaje inolvidable al que hoy recordamos con admiración y afecto.
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