Pareciera ser el gag de algún cómico británico pero resultó ser absolutamente cierto que en la madrugada del 9 de julio de 1982, encontrándose la Reina de Inglaterra en sus aposentos sitos en el primer piso de Buckingham Palace, su residencia oficial en el centro de la capital londinense, un individuo se introdujo en sus habitaciones cuando Isabel II descansaba plácidamente.
El intruso, de unos treinta años, posiblemente antiguo sirviente que conocía perfectamente todo el edificio, no encontró obstáculos para llegar hasta la misma cama de la soberana, por extraño que parezca. Se sentó en el borde y, aunque la escena parezca surrealista e inventada, ocurrió tal y más o menos como vamos a recordarla, utilizando los datos que publicó en su día el Daily Mirror. Ante el susto inicial de la Reina, repuesta de aquella inesperada "visita", entabló una conversación banal con aquel individuo, que en ningún momento hizo ademanes violentos o amenazadores.
Al cabo de diez minutos de cháchara, aquel tipo sintió deseos frenéticos de fumar y no se le ocurrió otra cosa, dentro de una escena más propia de un vodevil, que pedirle a Isabel II un cigarrillo. Fue el instante perfecto para que, sin perder ni un momento la compostura, la Reina respondiera que para ello debía incorporarse de la cama y acudir a otra habitación; así lo hizo posibilitando que uno de los guardias que encontró en los pasillos detuviera a aquel perturbado. El detenido fue identificado como Michael Fagan.
Por cierto: el duque de Edimburgo, marido consorte de la Reina, dormía a pierna suelta en otro cuarto, ajeno por supuesto a cuanto ocurría en el de su esposa. Cuento esa anécdota verídica para señalar no sólo lo evidente: que la seguridad en Buckingham Palace dejó mucho que desear, y Scotland Yard tomó buena nota de sus deberes, sino para que se conozca la sangre fría de Isabel II, su autodominio ante una situación absurda pero peligrosa, la valentía y temple, por mucho que contado después tuviera elementos de chanzas y jerigonzas.
Es la mujer que reina en el trono más antiguo del mundo, al que ascendió en 1952. Nonagenaria desde este jueves 21 de abril. Cuando vino al mundo en 1926 quien ocupaba el trono británico era su abuelo, el rey Jorge V, a cuya muerte le sucedió Eduardo VIII, quien renunció a ocupar ese cetro por amor hacia una dama, divorciada norteamericana, Wallis Simpson, con quien contrajo matrimonio. Ello llevó a que su hermano lo sustituyera tras la sorprendente abdicación, quien reinaría bajo el nombre de Jorge VI. Sería luego heredera, a partir del 6 de febrero de 1952, su hija Isabel Alejandra María, quien sigue reinando con el nombre de Isabel II.
La educación que recibió consistía principalmente en estudios de Historia y Derecho Constitucional, y al margen nociones de música y Bellas Artes en general. Pero a ella lo que le gustó más, por encima de todo, es la hípica: su amor a los caballos es una constante en su vida, al punto de poseer y criar equinos de pura sangre y asistir con frecuencia a alguno de los hipódromos cercanos a alguna de sus residencias, que aparte de Buckingham Palace son, entre otras, el castillo de Windsor y el de Balmoral, en Escocia.
Con catorce años tuvo que pronunciar su primera alocución pública ante los micrófonos de la BBC. Con diecinueve fue nombrada subteniente del Servicio Auxiliar Territorial del Ejército británico, siendo ascendida al grado de Comandante subalterno al término de la II Guerra Mundial. Se casó en 1947 con el apuesto teniente de navío Felipe Mountbatten, hijo del príncipe Andrés de Grecia y uno de los tataranietos de la célebre reina Victoria (que dio lugar a la expresión "era victoriana"). La boda, con toda pompa como puede suponerse, tuvo lugar en la abadía de Westminster, en el mes de noviembre. Tendrían cuatro hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo.
Mucho viene especulándose desde hace tiempo sobre las posibilidades que tiene para reinar el príncipe heredero. Técnica, protocolaria, históricamente debiera ser Carlos quien ocupara el trono cuando muera su madre. Mas también los propios ingleses se hacen cábalas si no sería más conveniente, por su edad, que quien sucediera a Isabel II fuera un nieto de ella, Guillermo de Gales, primogénito de Carlos y de la fallecida Diana de Gales, lady Di.
El carácter de la veterana Reina, sobre cuya fortuna siempre se dijo era una de las más abultadas del mundo, ha sido siempre considerado como sobrio, fuerte, disciplinado, con accesos a veces excesivamente rígidos o hasta airados en su trato incluso con alguno de sus primeros ministros. Se cuenta que a Tony Blair lo tenía a veces esperando en un antedespacho hasta ser recibido y cuando llegaba a la preceptiva y semanal audiencia, la Reina lo tenía de pie un buen rato. Con Margareth Thatcher, que asimismo poseía una idiosincrasia sui géneris (la dama de hierro era llamada, recuerden) en cambio adoptaba una mejor disposición y esta última confesaba en sus memorias haberse llevado muy bien con aquella. Nos queda constancia de que la única hermana de Isabel II, la princesa Margarita, cuatro años menor, tuvo que aguantar el genio autoritario de la Reina. En concreto cuando se enamoró del capitán Peter Townsend, un atractivo caballero, ciertamente divorciado. Isabel le prohibió seguir con aquella relación. Fueron inútiles las súplicas de Margarita porque su hermana mayor no dio el brazo a torcer. "Antepongo mis deberes oficiales a mi felicidad personal", dijo la princesa. Luego se casó con el conde de Snowdon y, como presentía, no fue lo feliz que hubiera sido con su gran amor. ¿Obró convenientemente Isabel II por supuestas razones de Estado, en prohibir a su hermana que continuara con el hombre al que amaba?
Con relación a la Familia Real inglesa digamos que está emparentada con nuestra monarquía borbónica, recordando que Alfonso XIII contrajo matrimonio con Victoria Eugenia de Bettenberg, del mismo linaje que la actual Soberana británica. De ahí que don Juan Carlos, al referirse a ésta, siempre lo hizo con el término "prima Lilibeth" (abreviatura, lógicamente, de Isabel). Asimismo, doña Sofía es descendiente del mismo trono familiar que Felipe de Edimburgo.
En este último mes de marzo estaba previsto que nuestros actuales reyes, don Felipe y doña Letizia, visitaran oficialmente Inglaterra, para lo cual el protocolo británico tenía dispuestos una serie de actos programados, siendo elegido el castillo de Windsor como residencia de los monarcas españoles. La situación política que atraviesa nuestro país a la espera de que sea elegido un nuevo Gobierno fue causa de que se pospusiese esta visita real a Londres, sine die, hasta una mejor ocasión.
Y, que sepamos, Isabel II sólo ha venido a España en una visita oficial: fue en octubre de 1988 cuando se desplazó a Madrid y a Barcelona. Me acredité entonces cerca del Ministerio de Asuntos Exteriores para cubrir informativamente su estancia entre nosotros. La recuerdo en la entrada al Palacio de El Pardo, su residencia oficial en Madrid, con el porte que se supone de una verdadera Reina, atenta a cualquier movimiento protocolario mientras una compañía le rendía honores de gala. Cinco años antes, exactamente el 23 de julio de 1983, pude contemplarla a sólo dos metros de donde me hallaba, en un privilegiado lugar de la zona Vip del Hipódromo de Ascot, rodeado de señoras elegantísimas tocadas con pamela y caballeros de rigurosa etiqueta y sombrero de copa. Vestía la Reina como casi siempre, fiel a una moda que sólo ella lleva con total propiedad y desenvoltura, repitiendo modelos y, sobre todo, sombreros. Sonrió a su paso por el sitio en que yo no dejaba de mirarla, aunque sospecho que aquel gesto gentil iba dirigido para el señor que tenía a mi derecha, supongo que un conocido aristócrata. Percibí un silencio sepulcral a la llegada de Isabel II al recinto deportivo, que se mantuvo, sin que nadie, absolutamente nadie, chistara o susurrara durante el tiempo que permaneció a la vista de los invitados. Eso se llama, sencillamente, respeto. A quien rige desde el trono los destinos de Inglaterra (otra cosa es la política) nada menos que sesenta y cuatro años. En el Reino Unido, al final de muchos actos institucionales, suele pronunciarse en voz alta esta frase: "¡Dios salve a la Reina!".