Cuando Antonio Molina supo que se moría
Acababa de cumplir 64 años. "Me ha pasado lo peor que le puede ocurrir a un cantante", le aseguró en una de sus últimas entrevistas.
Esta semana se han cumplido veintitrés años de la desaparición de uno de los más populares cantaores de copla y flamenco, el malagueño Antonio Molina, cuando acababa de cumplir sesenta y cuatro y venía arrastrando una fibrosis pulmonar, que lo retiró definitivamente de los escenarios, dejándolo entristecido y avejentado prematuramente. Le hice una de las últimas entrevistas de su vida, pocos meses antes de su fallecimiento. Me esperaba sujeto a una botella de oxígeno, de la que aspiraba para poder respirar mediante una sonda de plástico. Entre pausa y pausa, fue desgranándome sus penas, con los ojos húmedos, los cabellos ensortijados antes negros y ya blanquecinos, y una frondosa barba que le daba un aspecto bíblico: "Me ha pasado lo peor que le puede ocurrir a un cantante. Porque yo no tengo ninguna otra dolencia… Padezco fibrosis pulmonar. Una insuficiencia respiratoria que me tiene apartado de la canción. He estado hospitalizado un tiempo y ahora me han mandado aquí, a casa, procurando llevar una vida tranquila junto a mi mujer y mis hijos…"
Vivía en la casa de tres pisos que había mandado construir en el que fue pueblo y luego barrio norte de Madrid, Fuencarral, frente a un callejón que hoy le recuerda con su nombre. Casa habitada por el matrimonio y algunos de sus hijos. Prosiguió respondiendo entrecortadamente a mis preguntas: "Los médicos me han dicho que tengo los alvéolos explotados a causa de mis excesos. No por culpa del alcohol o el tabaco, que yo si algo bebía era una copita antes de salir a cantar. Los excesos fueron con mi voz: me entregaba siempre al público, cantaba al máximo, muchas veces sin micrófono. He dado más de una vez el do de pecho. Podría haber sido un buen tenor. Y así he estado cuarenta años… Hubo algunos otorrinos que examinando mi garganta llegaron a decirme que lo mío era casi sobrenatural. Aunque ese esfuerzo me costaba lo mío…". Se refería a aquellos interminables falsetes, alargando las frases de sus estribillos hasta límites nunca conocidos en un artista de su estilo. Daba la impresión de que podría ahogarse en cualquier momento. Pero, no: salía airoso de aquellos alardes.
Fue Antonio Molina un ídolo de multitudes en aquella España de los primeros años 50 que iba despertando poco a poco del triste letargo de la postguerra. De los primeros en llenar plazas de toros donde montaba sus espectáculos de variedades, porque los teatros tradicionales se habían quedado pequeños para albergar a sus múltiples admiradores. Antes de que le llegara aquella extraordinaria popularidad se había ganado la vida, en una familia dominada por la pobreza, repartiendo leche, a los diez años, por las calles malagueñas. Cuatro años le duró aquel oficio, del que lo apearon tras comprobarse que por su cuenta, subido en un burro, iba vendiendo botellas de leche… aguada. Cuidaba cerdos y conejos. Se escapó en tren varias veces de casa. Muy joven, se colocó de camarero en un bar de su ciudad, cuya dueña se enamoró de él, dejó a su marido y se fugaron a Madrid donde ella lo mantuvo un tiempo. Harto de esa dependencia, de haberse convertido en un chulo, dejó a la amante y siguió trabajando, esta vez en un taller de tapicería. Al terminar la mili, mientras canturreaba en un bar lo conoció el maestro Legaza, quien tras instruirlo musicalmente en su academia le proporcionó sus primeras creaciones: "El macetero", "El agua del avellano", "Cuando siento una guitarra" y "De contrabando". Se incluyeron en su primer disco editado en 1949, por el que cobró ciento cincuenta pesetas (menos de un euro de hoy).
Fue a partir de 1952 cuando sus canciones sonaban a diario en la radio y sus espectáculos le depararon las primeras ganancias hasta convertirlo en millonario al final de esa década. Captado para un cine popular trufado de canciones, convirtió en taquilleras películas como El pescador de coplas, Esa voz es una mina, Malagueña, una nueva versión de La hija de Juan Simón, Café de Chinitas, Puente de coplas… Con Juanito Valderrama, Rafael Farina, Angelillo y otros grandes del género continuó sus espectáculos en la década de los 60 y parte de los 70, ya con sus facultades considerablemente mermadas, aunque él continuara muchas más temporadas en activo, interpretando un amplísimo repertorio, del que sobresalían títulos como "Mar blanca", "Adiós a España", "Yo quiero ser mataor", María de los Remedios", "Soy minero"… Coplas del alma que muchos aún no han olvidado. Su último espectáculo lo estrenó en 1986 con el premonitorio título de Adiós mi España. Definitivamente dejó de actuar en galas en 1989.
De aquella última entrevista que le hice recojo lo siguiente de la grabación en casette que guardo cuidadosamente en mi archivo. Cuando le pregunté si echaba de menos los aplausos, respondió entre lágrimas: "Sí. Ya ves, lloro como en este momento, dándome cuenta de que no volveré más a cantar, que ya no estaré ante mi público". Lo animé como pude: "Porque tú, Antonio, confías pese a todo en volver…". Y me atajó: "… pero la vuelta mía será para irme al otro mundo".
Percibí que sentía cercana la muerte: "No le tengo ningún temor –me contestó, resuelto- porque soy muy cristiano y cuando me llegue… ¡a tomar por…". Soltó un exabrupto, en tanto volvía a aspirar oxígeno, dejándome sin ningún otro argumento para continuar aquella dramática entrevista, que no he podido olvidar, veintidós años después de realizada.
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