El rey abdicado, Juan Carlos I, tiene que hacer frente a una demanda de paternidad en el Tribunal Supremo por parte de una mujer belga, que puede ser su hija, para lo cual se solicita la prueba de ADN, que yo creo que nunca permitirá que se le haga. Sería el primer monarca que accediera a proporcionar un arma científica de fuerza tal que no dejaría ninguna duda sobre la verdadera extensión de su prole.
El rey, 38 años y siete meses de reinado, ha llevado presuntamente una intensa vida sentimental al margen del matrimonio y otras demandas de paternidad pugnan por concretarse. Si accediera a hacerse la prueba que se le solicita, el resto de los procesos adquirirían de pronto un inusitado vigor y una imparable veracidad. Esto significa que todo aquel que aspirara a tener como padre al viejo rey, y contara con pistas para ello, se pondría a la cola y le sería muy fácil obtener un argumento contundente, comparando su carnet biológico con el del monarca. Hay una posibilidad de que de esta forma aumentara enormemente la familia.
Los hijos fuera del matrimonio, según la ley española, tienen los mismos derechos que los habidos en el seno de la pareja, con lo cual, además de usar el apellido Borbón, accederán de forma automática a la hijuela o parte legítima de la herencia. Otro asunto muy interesante que aguarda a los descendientes de Don Juan Carlos es cuando se sepa de verdad si la revista Forbes, que llegó a colocarlo entre los hombres más ricos del planeta, tiene razón. Parte de ese pastel también correspondería a los hasta hace poco hijos ilegítimos, que a lo largo de la historia de los Borbones, pródigos en ellos, se les ha llamado bastardos, aunque ahora todos son hijos con los mismos derechos. Alfonso XIII, el abuelo del demandado, regó la tierra de bastardos.
En los aspectos técnicos, la prueba de ADN es el mayor avance en identificación que se ha llevado a cabo desde el descubrimiento de las huellas dactilares. Es un método seguro cien por cien, con una fiabilidad total. Pero esto únicamente si se cuenta con expertos adecuados, laboratorios solventes y absoluta fiabilidad de realización. De modo que si Don Juan Carlos entrega su ADN sabrá si los que reclaman son hijos suyos.
El ADN, aunque no se cae de la boca de los frikis de televisión medio analfabetos, es prácticamente imposible de distinguir de una castaña por el común de los mortales. Entrando en materia, además de distinguirlo, es preciso tener conocimientos científicos para saber si es fiable o no. Hay que terminar con el agobio de quienes recurren a hablar de ácido desoxirribonucleico sin ser capaces siquiera de pronunciarlo.
Hacerse una muestra de ADN es indoloro y sencillo. De modo que el viejo rey, si no accede a ello, no será porque se le someta a molestia alguna, aunque sí expondría su ADN a comprobaciones no deseadas. Y aunque ya no es el rey, no se le puede obligar. Si Don Juan Carlos se niega, Sus Señorías pueden valorarlo como mejor gusten.
Sin embargo, ha habido procesos en los que negarse a proporcionar un poco de ADN, que se obtiene con una torunda de algodón que se pasea por la boca extrayendo un poco de saliva, aunque la saliva no es lo que tiene ADN, sino las células epiteliales contenidas en ella, ha supuesto el reconocimiento explícito de que es el padre. De hecho, para la opinión pública es un argumento definitivo.
Don Juan Carlos debería permitir el acceso a su ADN, porque hay formas de obtenerlo sin que se transforme en algo humillante, como proporcionar unos cabellos o simplemente entregar el cepillo de dientes usado. Con eso basta. Debería hacerlo si quisiera terminar de una vez por todas con las sospechas de paternidad no deseada.
En cualquier caso, hay otros modos de demostrar que se es hijo de alguien y en la demanda aceptada por el Supremo, una vez que Don Juan Carlos ha dejado de ser rey, y nunca antes, ya hay suficientes indicios para que los magistrados la hayan admitido.