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Ramón Sampedro consiguió morir

Se cumplen diecisiete años de la muerte de Ramón Sampedro.

Ramón Sampedro | Corbis Images

Se cumplen diecisiete años de la muerte de Ramón Sampedro. Antes que nada: ¿recuerdan la película Mar adentro? Pues en ella Javier Bardem interpretaba la vida de este gallego, el primer español que pidió el suicidio asistido: la eutanasia. Y lo consiguió, pero al margen de la ley. Contando con la ayuda de una amiga, Ramona Maneiro, quien le suministró la dosis precisa de cianuro potásico, que acabó en pocos minutos con su existencia. Detenida a las pocas horas del suceso, quedó en libertad y no pudo ser juzgada por falta de pruebas. Siete años después, prescrito el delito, dio a entender ante las cámaras de televisión haberle suministrado dicho veneno, aunque con la ayuda de otros conocidos, quienes en mínimas dosis fueron llenando el vaso que, ingerido por Ramón, dejó este mundo. Tuvo tiempo de despedirse en los prolegómenos de esa muerte filmada y después difundida por toda España.

Ramón Sampedro, natural de la localidad coruñesa de Porto do Son, había nacido el 5 de enero de 1943. Marino mercante, quedó tetrapléjico a los veinticinco años al arrojarse al agua desde una roca y caer inerte en la playa. El propio interesado me contó su tragedia: "Fue el 23 de agosto de 1968. Había ido con cuatro o cinco amiguetes a bañarme a la playa de Furnas. Era un día de mucha resaca. A mí no me importó porque siempre fui buen nadador y conocía el terreno. Me tiré desde un acantilado a una altura aproximada de metro y medio o algo más. En el instante en que me lancé vino la resaca y se llevó por lo menos dos metros de agua. Yo caí de golpe sobre la arena, sentí un ¡click! Y me quedé paralizado. Me había partido el cuello. No me dolía nada, no sentía nada, pero estaba inmóvil. Sin poder mover ninguna extremidad de mi maltrecho cuerpo".

Y, desde entonces, tetrapléjico para toda la vida. Removió "Roma con Santiago" para que le permitieran morir ya que la Medicina, la cirugía, desgraciadamente, no le ofrecían solución alguna. Mi entrevista con Ramón Sampedro es de las más duras que he hecho en mi larga vida periodística. Para ello tuve previamente, siguiendo las indicaciones de la familia de Ramón, que solicitar permiso de la Asociación a Morir Dignamente, con sede en Barcelona. Toda vez resuelto ese trámite, tras mi identificación profesional, me trasladé a Santiago de Compostela, desde allí a Porto de Son, luego a Xuño y, en un terreno conocido como Siera, alcancé la casa de dos plantas donde vivían los Sampedro. Ramón pasaba muchas horas en la cama, en una habitación desde donde se veía el mar en los días de luz, a medio kilómetro de la playa donde le había sucedido su irremediable desgracia. Sus familiares lo trasladaban en silla de ruedas por otras habitaciones. Pero él, insisto, "hacía vida", si así puede decirse, en el dormitorio susodicho. Sólo podía mover la cabeza. Se valía de un artilugio casero que le habían confeccionado, una varilla de madera que, sostenida en la boca, y manejada por él hábilmente, le permitía tanto mover las páginas de un libro como escribir sobre los folios ajustados debidamente en un atril. La escena era conmovedora. Ramón Sampedro se había procurado ese sistema artesanal para desarrollar en escritos y lecturas su pensamiento. Un ser dotado de gran inteligencia que en ningún momento me hizo sentirme atribulado por su desdicha. Antes, al contrario, me hablaba con absoluta lucidez, sin caer un segundo en la tristeza, desgranando sus puntos de vista para insistir en que precisaba de la ayuda de los demás para dejar este mundo. Le arranqué esta frase: "Amo la vida… ¡pero quiero morir!". Y así lo publiqué en un semanario. Bromeé con él, al permitírmelo con su bonhomía extraordinaria. "¡La de amores que tenéis todos los marinos mercantes…!", le espeté. "Sí, conocí a muchas chicas, la primera con dieciocho años. La última… pudo ser mi esposa. Se llamaba Aurea, Aurita para mí. No llevábamos mucho tiempo para hablar de boda, pero todo iba en serio entre nosotros. Y entonces, me sucedió esto… Vino en seguida a verme, llegó a pedirme que nos casáramos… Pero yo me negué. ¿Para qué íbamos a ser los dos desgraciados".

En todas las instancias oficiales a las que se dirigió Ramón Sampedro, incluyendo una definitiva sesión judicial, halló la misma respuesta: no era posible que le autorizaran a quitarse la vida, o a permitir que lo hicieran otros en su nombre. La ley se lo impedía. "No soy un suicida", me confesó. Su vida era pura rutina: de la cama a la silla de ruedas. Dependía de los suyos para todo: desplazarse, comer, beber, hacer sus funciones fisiológicas… Su madre había muerto, posiblemente de pena, viéndolo sufrir, me decía el padre, de ochenta y ocho años. Manuela, su cuñada, era quien abnegadamente se ocupaba de él. Vivía con su marido, hermano de Ramón, en dicha vivienda, con sus cuatro hijos. Ramón leía la Biblia. Lo visitaron varios sacerdotes, teólogos. Pero él, al despedirme, me insistió: "He pedido que me den un fármaco, una dosis de cianuro, pero nadie me ayuda a morir, que es lo que quiero".

Publicó en 1996 "Cartas desde el infierno", donde en su última página escribió: "La vida vale la pena vivirla mientras nos podamos valer por nosotros mismos". Dos años más tarde apareció su segundo libro, ya póstumo, el poemario "Cuando yo caiga". Y en 2004 se estrenó "Mar adentro", la película basada en su vida. El director Alejandro Amenábar ganó el Oscar a la mejor película extranjera, tras haber arrasado en los premios Goya con catorce estatuillas. Significó asimismo un gran reconocimiento para el protagonista, Javier Bardem, quien realizó un considerable esfuerzo para hacer creíble su papel, aguantando cinco horas diarias de maquillaje, en un alarde de mimetismo. De esto han transcurrido ya unos años: diez del rodaje del filme, y diecisiete de cuando Ramón Sampedro alcanzó el durísimo sueño que perseguía, volar por fin (como en la película) desde aquella habitación, donde compartí con él una hora emotiva que jamás olvidaré, camino del más allá.

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