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Los éxitos y amarguras de Concha Velasco

Concha Velasco cumple 75 años. Una vida intensa la suya, llena de éxitos y amarguras.

Concha Velasco cumple 75 años. Una vida intensa la suya, llena de éxitos y amarguras.
Concha Velasco | Cordon Press/Archivo

Este sábado 29 de noviembre Concha Velasco cumple setenta y cinco años. Y sesenta desde su primera aparición en la pantalla con un breve papel en La reina mora, que protagonizaron Pepe Marchena y Antoñita Moreno. Una vida intensa la suya, llena de éxitos y amarguras. En junio de este año le detectaron un linfoma. Fue operada de urgencia. Temió lo peor. Pero ha salido adelante. Y estos días emociona a los espectadores que van a disfrutar de su inmenso talento de actriz en el madrileño teatro Bellas Artes, donde representa Olivia y Eugenio, una comedia dramática en la que precisamente su personaje afronta un inesperado diagnóstico de cáncer. Tiene un hijo con síndrome de Down. Es viuda. Quiere suicidarse. Y con ella, también su pequeño. Como la vida misma.

Y Concha Velasco hace de tripas, corazón. Se olvida de sus problemas personales para defender ese difícil papel en el escenario, que siente muy dentro de sí. No puede hacer más que una función diaria, por consejo de los médicos. Ha aceptado su destino con la entereza que siempre ha presidido su existencia. Y ahora, dice: "Quiero disfrutar más de la vida, de mi familia, y no abarcar tanto como antes. Sincera como siempre, resume esos setenta y cinco años que va a cumplir: "Si triunfé como actriz… me equivoqué en mi vida personal".

Se ha contado muchas veces, sobre todo en las revistas del corazón, la vida de Conchita Velasco (que así se anunció y fue conocida hasta comienzos de los años 70), luego sólo evocaremos aquí detalles menos conocidos. Existe una estupenda biografía de la actriz vallisoletana, entre otras, firmada por Andrés Arconada, editada ahora hace justo trece años. Y estos días ha aparecido un libro suyo de memorias con el significativo título de El éxito se paga. Bien que ella lo sabe, desde luego.

Sabido es por cuantos la admiran que empezó siendo bailarina. De clásico. Con doce años estuvo en la Compañía Nacional de Ópera, cuyas primeras figuras eran Ana María Olaria, Pilar Lorengar, Manuel Ausensi… Falsificaba su carné profesional, claro. Y así deambuló luego en otras formaciones, como la de revistas de Virginia de Matos, donde la expulsaron precisamente por amañar su carné sindical, tras ser detenida por unos inspectores: se había aumentado dos años más para poder trabajar. La llevaron detenida en tren desde Barcelona a Madrid, donde su padre, militar, capitán de Caballería, dio la cara por ella. Tiempo en el que intervino en la compañía de danzas españolas de Manolo Caracol y su hija, Luisa Ortega, donde coincidió con un primerizo Tony Leblanc.

Soñaba con ser algún día una estrella del espectáculo y frecuentaba la "claque" de algunos teatros, donde conocería a otro aspirante a la gloria como ella, llamado José Sacristán. La "claque" era el medio del que se servían aficionados al teatro, adquiriendo un vale a bajo precio con la promesa de aplaudir cuando el "jefe" de aquel tinglado lo solicitaba. Actividad, si así puede llamarse, que desapareció a finales de los años 70. La vida era muy dura para quienes arribaban a Madrid en la década de los 50, porque los pisos eran caros. Concha vivía realquilada con sus padres, su hermano, una tía… Logró ser admitida como suplente en la compañía de revistas de Celia Gámez, la reina del género. Cuando se subió la falda, a instancias de la estrella argentina, ésta le dijo: "Estás contratada. Con esas piernas llegarás donde tú quieras". A las representaciones de El águila de fuego iba todos los días a primera fila cierto caballero adinerado que se prendó de nuestra vicetiple. Y Concha, de golpe y porrazo, le pidió ¡treinta y seis mil pesetas!... a cambio de nada, porque no se acostó con él. Fue dándole largas hasta que el generoso admirador se cansó. Aquel dinero lo utilizó para dar la entrada de un piso en la calle de Toledo, en las inmediaciones del típico Rastro madrileño, propiedad de la gran actriz Margarita Lozano, que se lo cedía para marcharse a descansar a Lorca, su tierra. Y en ese piso colocó a su familia.

Es una anécdota apenas divulgada. Poco a poco Conchita Velasco fue haciéndose conocida, a partir de 1958 cuando rodó Las chicas de la Cruz Roja. Y asimismo tras su debut teatral como protagonista de ¡Ven y ven al Eslava!, en 1959, sustituyendo a Nati Mistral, que dejó la compañía porque el actor principal, Tony Leblanc, su novio, con quien iba a casarse, la había engañado con otra. Fue la gran oportunidad de nuestra "muchachita de Valladolid". Obviamos, por razones comprensibles de espacio, cuanto artísticamente le ha sucedido hasta nuestros días.

En el plano personal, ya a partir de la década de los 60, con cierta estabilidad económica, conoció al director cinematográfico José Luis Sáenz de Heredia, tras rodar a sus órdenes en 1960 El indulto, que entonces contaba cuarenta y nueve años, veintiocho más que Conchita. Ambos vivieron una apasionada historia, aunque él seguía en la residencia familiar. Entonces no era posible el divorcio y Sáenz de Heredia no deseaba abandonar a su esposa para evitar un posible escándalo. Sobrino del Fundador de la Falange, pertenecía a un "clan" de la burguesía española. Todo un caballero, por otra parte, que fue una especie de "pygmalion" para la joven actriz, quien buscaba en el amor una especie de protección, cual si fuera un sustituto paterno. Sáenz de Heredia la dirigió en las cinco taquilleras películas que protagonizó junto a Manolo Escobar. En 1970 se acabó aquella relación cuando ella aceptó estrenar La llegada de los dioses, de Buero Vallejo, en contra de la opinión de José Luis. Concha Velasco fue pareja de Juan Diego: en el escenario… y en la vida real. Más tarde llegó a su vida un magnífico director de fotografía: Fernando Arribas. Pero estaba casado. La relación no prosperó aunque fuera un hombre muy importante en su vida. Fue luego madre. Finalmente, conocería a Paco Marsó, con el que se casó en 1977. Tuvieron un hijo. Con él compartió días de vino y rosas. Una especie de edición "a la española" de la pareja formada por Richard Burton y Elizabeth Taylor. Con el trágico final por todos conocido. Diría ella: "Nos hemos odiado como sólo se puede odiar si hay amor de verdad". Desde entonces, entre achaques de salud y vaivenes económicos, siente como nunca la soledad. Pero en el fondo, totalmente libre, se siente feliz.

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