En la memoria de millones de españoles se mantiene la figura de Rocío Dúrcal, ocho años y medio después de su llorada muerte. Fue ese rostro angelical desde que debutara en 1962 en la pantalla con Canción de juventud, imagen que mantuvo en sus posteriores filmes. Con Marianela, que hacía el número duodécimo, rompió aquella línea, aceptando aparecer fea y desaliñada por exigencias de su personaje.
Era el año 1972 y poco después deshizo el contrato que la ligaba a su descubridor y representante. A partir de entonces su carrera artística sufrió un declive y aunque lo superó aparentemente con una función teatral, La muchacha sin retorno, comedia dramática, su estrella cinematográfica comenzó a parpadear peligrosamente.
Estaba a las puertas de cumplir treinta años y era consciente de que ya no podía seguir interpretando papeles bobalicones impropios de su edad, en su mayoría como en épocas del pasado. Y así, aceptó mostrar sus pechos, siquiera discretamente, en su siguiente película, Díselo con flores, donde también se exhibía distinta, en unas escenas rodadas en la playa, insinuando un erotismo que hasta entonces nunca había ejercido.
Ese pudor lo había mantenido siempre pero cuando a las puertas de la Transición surgió a borbotones el llamado cine del destape, ella no vaciló en aparecer en un reportaje gráfico con poca ropa, adornada con perlas, entre decorativos globos. Tímido intento desde luego para apuntar que ya no era reflejo de la chica algo ñoña que había representado en su filmografía de la década anterior, la de los 60. Pero su verdadero salto mortal lo daría tres años más tarde, en 1977, con Me siento extraña, película escandalosa en su tiempo, sin calidad alguna, pero calificada como la segunda más taquillera del año. El engendro lo perpetró un realizador de televisión que debutaba en el cine, Enrique Martí Maqueda, quien puso énfasis, en un guión mediocre, a las escenas lésbicas entre sus dos protagonistas: Rocío Dúrcal y Bárbara Rey. No atravesaba por su mejor momento artístico y económico Rocío Dúrcal. Su ruptura profesional con su "mánager Luis Sanz le produjo un parón en su hasta entonces brillante palmarés, que repercutió como es natural en su cuenta corriente.
Como quiera que su marido, Junior, dedicado a cuidar de los niños de la pareja y a asesorarla en sus espectáculos, hacía tiempo que ni cantaba ni grababa discos, los ingresos en el hogar iban menguando. Y a ella ya no le ofrecían guiones apetecibles como antaño. Así es que cuando aceptó el de Me siento extraña lo hizo consciente de a qué se enfrentaba: unas secuencias atrevidas, desnuda, en la cama, con otra mujer. El personaje de Rocío era el de una mujer desengañada de su esposo, que conoce a una "vedette" de inequívoca tendencia homosexual, en cuyos brazos terminará abrazada.
La escena posiblemente más tensa para la Dúrcal es aquella en la que aparece ante las cámaras completamente desnuda después de haber sido violada por su marido. Luego vendrían otras secuencias, ya encamada con Bárbara Rey, algunas de las cuáles nos mostraban a Rocío Dúrcal de perfil y no de frente como estaba previsto en el guión a causa de que sufrió un accidente doméstico, al caerse en la bañera de su casa, lo que le ocasionó la rotura de su mandíbula. Impedimento asimismo para que rodara esas escenas con su voz, siendo sustituida por una actriz de doblaje. La productora no quiso esperar a que Rocío se recuperase, impaciente por estrenar aquel infumable largometraje. Estreno al que no acudió Rocío Dúrcal, mitad por no hallarse del todo recuperada de su traspiés, mitad también porque debió considerar que aquella película había sido un error. Con Junior tuvo "sus más y sus menos" y él no quiso aparecer ningún día en los lugares del rodaje, menos aún el día en el que se filmaron aquellas escenas de amores prohibidos. Pero como de lo que se trataba era de "hacer caja" el matrimonio terminó por olvidar tamaño desatino, como ella mismo consideró en sus declaraciones a un programa radiofónico en 1992, donde dijo que ni había visto aún Me siento extraña, ni tenía ganas de hacerlo en adelante, sabedora de que "me equivoqué al rodarla".
Quiso la fortuna para ella que por entonces le surgió un contrato en México para grabar unas rancheras compuestas por el prometedor cantautor Juan Gabriel, quien siguiendo la estela del más grande en ese género, José Alfredo Jiménez, lo renovaba con un repertorio más actual en sus letras sin traicionar la música popular. A ello se sumaría inmediatamente el estilo que imprimió Rocío Dúrcal. Ya fue mérito el suyo: una española que triunfaba en aquel país cantando las folclóricas rancheras; éxito que se prolongó en otros de habla hispana, hasta conseguir, al final de su vida, el récord nunca alcanzado por ninguna compatriota nuestra: la venta de más de cuarenta millones de discos.
Porque Rocío continuó, desde 1978 hasta poco tiempo antes de su muerte, vinculada a México y sus rancheras. En ese largo periodo, más de veinticinco años, se consagró como la intérprete española más importante en aquellas latitudes, que le deparó, amén de grandes reconocimientos, una sólida posición económica; esa herencia por la que, a poco de fallecer, tan mezquinamente pleitearon dos de sus tres hijos con Junior, el apenado viudo, que también tempranamente se fue de este mundo. Puede que su muerte se acelerara desde aquel triste episodio familiar.
Si el eje central de este artículo fue aquella prescindible película, Rocío Dúrcal, tan arrepentida de ello, ya no volvió más a rodar ninguna otra, después de su debut quince años atrás y catorce títulos. La música ya le era después muy rentable, como queda dicho. Y únicamente aceptó, tras firmar la pipa de la paz con su antiguo descubridor, rodar para él una serie televisiva, Los negocios de mamá, al lado de José Sancho, que pasó con más pena que gloria.