Repasando la vida de esta argentina, que goza naturalmente de la doble nacionalidad al ser asimismo española, nos encontramos con las dos caras de la antigua farsa, la de los cómicos: la risa y el llanto; el drama, la tragedia, y digamos el sainete, lo festivo. Llamada Mirta Jovita Bugni Chatard, originaria de Buenos Aires, aterrizó en Madrid para trabajar como modelo. Tenía rostro exótico, con una figura espectacular. Luego vino el cine. Sesenta y cinco son las películas en las que intervino quien ya despojándose de su doble nombre y apellidos pasó a ser conocida como Mirta Miller. Y en todas ellas lució su palmito, por lo común con escasa o ninguna ropa.
Le doblaban la voz, pues sigue manteniendo –y hace muy bien- su dulce acento argentino. Y toda esa abundante filmografía, aunque sus papeles solían ser breves y decorativos salvo alguna excepción, la desarrolló durante veinticinco años, hasta mediados los 90, en filmes de contenido erótico o de terror. Comerciales, pero de dudosa o ínfima calidad: Una chica casi decente, Los días de Cabirio, Busco tonta para fin de semana, Los novios de mi mujer, Pepito Piscinas, Suave, cariño, muy suave, Sexo sangriento, El gran amor del Conde Drácula, Pelotazo nacional… Realizadores expertos en ese cine cutre (León Klimowsky, Mariano Ozores, Fernando Merino, Germán Lorente y otros) llamaban con frecuencia a Mirta Miller, con la creencia de que nunca iba a rechazar un contrato que la obligara a despelotarse.
Por esos senderos circuló siempre la actriz, a la que sólo brindaron alguna mejor oportunidad Carlos Saura (Cría cuervos), Antonio Drove (Mi mujer es muy decente, dentro de lo que cabe), Jaime Chávarri (Los viajes escolares), Luis Alcoriza (Tac Tac)… Desde luego en personajes relacionados con su físico espectacular. "Lo hice por necesidad –me confesaría- porque eso era lo que me ofrecían los productores, papeles con desnudos… Y yo tenía que vivir de mi profesión". Hasta que se cansó en los últimos tiempos de tanto despelote al tiempo que los productores de tiempos recientes la olvidaban, ya acercándose a los setenta años en su calendario. En épocas de paro laboral, a finales de los años 80, diseñaba vestidos y ropa de complemento. Si ese cine de consumo le permitió vivir sin problemas económicos, en su vida privada tuvo que soportar la amargura y el dolor pues los dos hombres que amó con locura murieron en trágicos accidentes. Y ella quedó como una desconsolada viuda… sin serlo, sin haber vestido nunca el vestido blanco de tul ilusión.
Muertes trágicas
El primero fue un rico empresario francés, Bernard Delagrange, ocupado en negocios farmacéuticos de su familia, con una intensa vida social en Madrid, donde vivía en la selectiva zona residencial de La Moraleja. Iban a casarse, pero en el verano de 1978 Bernard se estrelló mortalmente con su coche en Marbella, dejándola desolada. Compuesta… y sin novio, que se dice. Un par de años más tarde entabló relaciones sentimentales con don Alfonso de Borbón Dampierre, Duque de Cádiz, separado de la nieta mayor de Francisco Franco, y primo hermano del Rey don Juan Carlos. Vivieron nueve años intensos, aunque sus encuentros ocultos se sucedían con intermitencia. Normalmente el nido de amor de la pareja era el confortable piso de Mirta, en la zona Norte de Madrid, barrio de Chamartín. Adonde iba el Duque con toda clase de cautelas para no ser sorprendido por los "paparazzi". Hay muy escasos testimonios gráficos de ambos juntos. Cuando él se sentía más tranquilo, puesto que a ella no le hubiera importado posar a su lado, era en vacaciones. El "play-boy" Robert de Balkany, pareja de una princesa de los Saboya, los invitaba en su barco por el Mediterráneo. O bien se iban a esquiar, deporte preferido del que se autotitulaba príncipe, y que le costaría la muerte el treinta y uno de enero de 1989 en una estación nevada del estado norteamericano de Colorado.
Nuevamente, Mirta Miller se quedaba sin "el hombre de su vida", sumida en la perplejidad y el dolor, aun sabiendo que nunca iba ser princesa, ni duquesa, ni aristócrata, porque don Alfonso era muy suyo y nunca le habló de matrimonio ni pensaba hacerlo. Su linaje estaba por encima de todo, manteniendo sus pretensiones, primero a ser Rey de España y luego, de Francia. Casarse con una actriz que se había desnudado tantas veces ante las cámaras hubiera sido una traición a sus títulos. Pero bien que disfrutó con ella, en la clandestinidad, durante los nueve años que la tuvo entre sus brazos. Mirta Miller, que siempre me distinguió amistosamente con su carácter afable, me haría estas confidencias, que extracto seguidamente: "A pesar de lo que se decía sobre su carácter, conmigo era apasionado y con arrebatos de humor. Nunca lo consideré triste y aburrido, sino muy sensible y tierno. En lo que sí estoy de acuerdo es que nació con mala estrella. ¿Qué por qué no aparecíamos juntos en público? Me decía que, siendo él una persona muy conocida, dado quién era, en el momento que admitiéramos nuestra relación no nos dejarían tranquilos. Nunca me habló de casarnos. De haberlo hecho… quizás a mí me hubiera dado miedo, no sé… Era víctima de su propio entorno, de su apellido. ¿Celosa yo? No, nunca lo fui. ¡Ah! Y quiero decirte que nunca me ayudó económicamente. Me hizo regalos, eso sí. Pero a mí no me ha mantenido nunca ningún hombre. ¿Qué conservo de él también? Lo último: la cinta magnetofónica con su voz cuando me llamó para dejarme un mensaje antes de tomar el avión que lo llevaría a Estados Unidos, donde encontró la muerte"
Alguna vez ha ido Mirta Miller a la capilla de las Descalzas Reales, en pleno centro de Madrid, donde reposan los restos mortales del Duque de Cádiz, para orar ante su tumba. Con discreción, como siempre se ha comportado privadamente esta bella mujer, de trato amable, sumamente educada, tan infortunada en la vida. Tuvo después otro amor con un joven empresario. Pero nunca olvidó su pasado.