Recuerdo cuando vi la portada de la primera edición de Cien años de soledad en la librería Hesperia, de Zaragoza. Yo iba a cumplir 18 años pero ya García Márquez no era mi escritor hispanoamericano favorito. Y eso que había leído su obra breve publicada hasta entonces, que, si no recuerdo mal, era Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, Isabel viendo llover en Macondo y El coronel no tiene quien le escriba, que sigue siendo para mí lo mejor suyo. Pero gracias a la munificencia de Labordeta y Sanchís, mis profesores de literatura, arte, teatro, política y otras cosas en Teruel, también había leído otros libros de lo que se dio en llamar el boom que me gustaban más. Por ejemplo, Pedro Páramo y los relatos de El llano en llamas de Juan Rulfo; La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, que no me pareció tan redonda como sus relatos Los cachorros y Los jefes; las colecciones de cuentos de Cortázar, sobre todo El Perseguidor y Casa tomada.
Siempre he leído deprisa, pero entonces era una locomotora, así que también deglutí otros de menor entidad o novedad, como La región más transparente de Carlos Fuentes y los relatos de Cantar de ciegos, en especial La culpa fue de los tlaxcaltecas; el Bomarzo del hoy olvidado Mújica Laínez; Coronación de José Donoso, antes del aparatoso lanzamiento de El obsceno pájaro de la noche y otros escritores americanos en español recuperados a partir del boom, como el Sábato de Sobre héroes y tumbas, Alejo Carpentier y, sobre todo, Jorge Luis Borges. Luego, todos publicaron mucho, y se recuperaron otros autores de valía, como el Jorge Ibargüengoitia de Los relámpagos de agosto y Las muertas, pero creo que aquellas primeras lecturas de mi adolescencia siguen siendo las fundamentales para el que se acerque a esa literatura por primera vez.
García Márquez no me parecía entonces ni me parece ahora el mejor de todos ellos, aunque su intimidad con la dictadura de Fidel Castro le haya granjeado, como a Nelson Mandela, unos funerales mediáticos tan universales como estomagantes. Lo que me parece indiscutible de García Márquez es su maestría como columnista o el relato periodístico de Noticia de un secuestro. Pero Macondo o la macondez es una cursilada letal para la literatura en español. Isabel Allende y otros productos similares dan cuenta del éxito comercial de lo que se llamó entonces "realismo mágico", que ahora anda haciendo estragos por la India y otros lugares dejados de la mano de Dios y del heroico muñón de Cervantes.
La única tarde que pasé con Gabo
Ya he contado en mi libro La ciudad que fue, sobre la Barcelona de los años 70, que, como casi todos los que estudiábamos literatura hispanoamericana en la Universidad Central de Barcelona, y gracias a los buenos oficios de Ramona Violant, yo también pasé una tarde con el que, por desgracia, ya no era García Márquez sino Gabo, el autor de Cien años de soledad. Fue en la tortillería Flash-Flash, junto al celebérrimo Bocaccio, y el escritor, educadísimo, me pareció un hombre lleno de miedos, absurdamente atento a las bobadas vanguardistas que por entonces me llenaban la cabeza, la macedonia teórica post-68: Althusser, Lacan, Sollers, Kristeva y Pleynet de Tel Quel, Lévi-Strauss, Eco, Todorov, el formalismo ruso y todas las semioticadas o semiotiqueces de última moda que, como todo joven original, yo seguía a pies juntillas.
Me recuerdo en aquella tarde como un imbécil que le causó gran impresión a Gabo, hasta el punto de que me invitó a su casa para seguir hablando de Joyce y Lautréamont. Como él a mí me causó una impresión bastante triste, nunca respondí a su invitación. Al final de este artículo le hubiera convenido mucho. Pero, sinceramente, creo que no me perdí nada.