En 2007, el Congreso de la Lengua Española, en Cartagena de Indias, se había transformado en la fiesta por los ochenta años de García Márquez y por los cuarenta de la publicación de Cien años de soledad. Uno tenía la impresión de llegar en peregrinación a la preciosa ciudad caribeña, que ya de por sí rezumaba todo el encanto pintoresco y amable de la obra homenajeada. El día de la inauguración fue un apabullante desfile de personalidades: desde el presidente Uribe y los reyes de España hasta Carlos Fuentes y Bill Clinton, que se apareció a última hora por sorpresa. Pero Gabo, comonadie se privaba de llamarlo, suscitaba por encima de todas esas figuras la devoción propia de un líder espiritual, y lo que parecía emanar de la gente recordaba en mucho las "olas de amor" que salían del público en los actos multitudinarios presididos por Juan Pablo II.
La RAE había hecho una edición conmemorativa de la novela cumpleañera, con señas muy parecidas a la del Quijote del cuarto centenario. Elmensaje era claro: la espejeante epopeya de los Buendía sentaba a su autor en el trono cervantino y, por lo mismo, en la galería de retratos donde figuraban Shakespeare, Dante y Tolstoi. Pero, como ha señalado William Ospina, la fama del colombiano superaba con creces a la que pudo haber disfrutado en vida cualquiera de esos escritores. Por lo demás, es cierto que la "totalidad" de Cien años de soledad (esa capacidad de contener todo el mundo y de ser una metáfora de la humanidad entera) derivaba, como en la absurda historia del hidalgo manchego, de una fábula sencilla, lineal, graciosa y a veces desternillante. Había sido la mirada del pintor naïf, sin leyes de la perspectiva, sin matices ni esfumaturas, la que había conseguido reproducir la grandeza de las antiguas cosmogonías, y eso resultaba más universal y menos efímero que los prodigiosos retratos dejados por el ojo fotográfico de los más grandes novelistas de nuestra lengua: Clarín, Galdós.
Por otra parte, la obra de García Márquez representaba, en efecto, la globalización de una literatura que era por fin hispana, más bien que española o meramente hispanoamericana. En las primeras décadas del siglo XX, el género narrativo había despertado en aquel lado del océano con la "novela telúrica" (Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera); pero este era un retrato de lo latinoamericano que se leía en clave de oposición entre civilización y barbarie. Aunque en la novela española no faltaban ejemplos de la misma visión (como se reflejaba en Los pazos de Ulloa, de la Pardo Bazán), aquel misterio de la selva o de la pampa siguió marcando una distancia entre el mundo americano y el peninsular; y si la poesía, en cambio, propiciaba un acercamiento en torno a Rubén Darío, resultaba evidente que el virtuosismo modernista no podía ser traducido a otras lenguas, y que su afectación neo-rococó había de envejecer mal. También las obras del boom que buscaron afianzarse en la experimentación formal acusan hoy el paso del tiempo: mientras el Cortázar cuentista sigue vigente, Rayuela ha cumplido medio siglo el año pasado y ya los críticos son capaces de calificarla sin tapujos, como hizo Félix de Azúa, de "pura charlatanería francesa". Tampoco hay ahora gran público para El obsceno pájaro de la noche, del chileno Donoso, o para Farabeuf, del mexicano Salvador Elizondo. Pero García Márquez, que fue más discípulo de Faulkner que de Joyce, supo transitar por caminos más seguros: en su aventura estilística con El otoño del patriarca se valió de uno de los géneros inveterados de la narrativa hispánica –la novela de dictador–, y en los 80 entró ya de lleno, con El amor en los tiempos del cólera, en la narratividad propia del best-seller actual.
Y total es que lo "real maravilloso", esa lente del surrealismo que los latinoamericanos habían tomado para mirar sus propias sociedades, encontró en Gabo su valedor más popular, por encima de Carlos Fuentes o de Alejo Carpentier. No fue pura ilusión el descubrimiento de nuestros contornos a través de aquel cristal. Después de todo hay un reenvío entre las culturas periféricas y los ismos europeos que buscaron legitimar para la conducta humana y la organización social móviles distintos a la cuestionada racionalidad occidental. Falacia porque, en realidad, la racionalidad es atributo humano y no privativo de una determinada civilización (si acaso es el fundamento de la civilización); y en cambio es evidente que muchos de los rasgos que se asumen como inseparables de los valores de Occidente son meras determinaciones históricas o ideológicas, que a veces, ciertamente, constituyen más un lastre que un progreso. Pero lo propio de la opinión pública es despreciar los matices y tomar las cosas en bloque; así que no era cuestión de discernir sobre lo que sobraba en las naciones adelantadas o sobre lo que faltaba en las atrasadas, sino de plantear el asunto como una antítesis: o civilización o naturaleza. Y el mito rousseauniano revivió entonces con toda la fuerza de sus imágenes arcádicas, y fue capaz de producir ese síndrome al que algunos han dado el nombre de "macondismo".
Igual que no hay ningún mérito en nacer suizo o algonquino, no lo hay tampoco en ser latinoamericano (y sí, me valgo de este adjetivo porque es el de uso más general entre los propios habitantes de aquella región, sin que haya en ello ningún homenaje a Napoleón III y ningún desprecio por la pata del Cid: absténganse, pues, los noventayochistas de costumbre, de la regañina y del sermón sobre la conspiración de gabachos y yanquis contra las glorias de España). Pero, ya que el azar nos la haya asignado como gentilicio, es cierto que en la hibridez de América Latina hay cosas aprovechables. Un iberoamericano (tiremos ya de sinónimos, para evitar el mot tornat y para contentar a los susceptibles) se pasea por la Quinta Avenida de Manhattan y la encuentra tan familiar como si lo que visita es el zoco de Marrakech: ninguna de las dos culturas le opone una barrera infranqueable, un velo de incomprensibilidad. El suelo antropológico le queda más cerca para entender por igual la mentalidad del ejecutivo agresivo que la del campesino resignado, y eso lo hace más abierto a la pluralidad, más resistente al dogmatismo y más receptivo a las novedades.
Pero, por otra parte, la brecha latinoamericana entre el caos y el orden ha forjado unas costumbres inmediatistas; un sentido frívolo e irresponsable del aquí y el ahora que rechaza el examen de las cuestiones más profundas y estructurales porque prefiere, en cambio, refugiarse en el inconsistente pretexto de su exotismo. Jactanciosamente armados con el éxito del boom, los hispanoamericanos estuvieron encantados de esparcir por el mundo el prejuicio que los convertía en habitantes de un país de fantasía, buenos salvajes regidos por una lógica propia y desconcertante. Y lo cierto es que, gracias a eso, el mundo reparó en nosotros, descubrió nuestra creatividad y nuestra gracia. Pero ello también nos condenó a ser la tierra de la promesa utópica, de la revolución, de la anarquía; de toda la retórica ilusionista con la que se han disfrazado de carnaval y de trópico algunas de las más oprobiosas y corruptas tiranías de la historia reciente.