No es lo mismo una broma que una mentira. El documental humorístico Operación Luna, la inspiración reconocida de Évole para su Operación Palace y en el que se cuestionaba que los norteamericanos realmente hubieran llegado a la Luna, fue estrenado el Día de los Inocentes en Francia, así como en otros países. El contexto de la emisión, junto a lo disparatado de la hipótesis, contribuía a que sólo los espectadores más ingenuos o paranoicos se lo tomasen en serio. Imaginen cuántos espectadores habrían interpretado correctamente el sentido de Operación Palace si se hubiera advertido antes de que era una ficción. Lamentablemente, seguiría habiendo idiotas que creyesen la versión Évole, pero en este caso ya no sería responsabilidad del mentiroso.
Tampoco era una mentira el reportaje radiofónico que realizó Orson Welles sobre una presunta invasión alienígena. No es lo mismo falsificar una ficción, de lo que resulta una ficción al cuadrado, que falsificar la realidad. Si alguien creyó que nos estaban invadiendo los extraterrestres, entonces es que era idiota. Sin embargo, la hipótesis planteada por Évole en su documental resultaba no sólo inverosímil sino que era tan obviamente falsa como los documentales antropológicos de Sacha Baron-Cohen. Pero en el contexto de un programa de investigación era susceptible de ser creída. En este caso, aquellos a los que Évole engañó tienen derecho a pensar que el idiota es el periodista.
Cuenta Umberto Eco una anécdota de Santo Tomás de Aquino en su elogio del filósofo medieval:
Cuando en el convento está sentado en su asiento doble en el refectorio (hubo que cortar un brazo divisorio para que tuviera sitio suficiente) oye gritar a sus juguetones compañeros que fuera hay un asno que vuela y corre a verlo, mientras los demás se desternillan de risa (como se sabe, los monjes mendicantes tienen gustos simples): y entonces Tomás (que de tonto no tenía nada) dice que le parecía más verosímil que un asno volara y no que un monje mintiera.
Hay profesiones que tienen una especial relación con la verdad: del filósofo al científico pasando por el notario, el juez y, claro, el periodista. Lo peor no es que Évole haya engañado, sino que ha colado la idea de que todos los relatos periodísticos e historiográficos son también producto de mentiras, medias verdades y declaraciones al servicio de intereses espurios. Y no es cierto. Como nos enseñó Popper, la aproximación a la verdad nunca es absoluta, y cuanto más sabemos más amplia es nuestra ignorancia. Y, sin embargo, defendía el filósofo austríaco que el compromiso con la verdad nos debe guiar en una búsqueda sin término caracterizada por las 4 D: es difícil, dura, dolorosa pero también divertida. La ciencia y el periodismo son en última instancia una cuestión ontológica: el orden frente al caos. Évole, más de andar por casa, nos señala la senda del batiburrillo postmoderno en el que no hay respuestas o, más confuso aún, hay infinitas respuestas entre las que es imposible descubrir la verdadera. Uno más en la nómina de los "negadores de la verdad", como los etiquetó el filósofo Bernard Williams.
La pachanga que se ha montado Évole, ayudado por sus cuates José Luis Garci, Fernando Ónega, Iñaki Gabilondo, Jorge Verstrynge y compañía, habrá servido para que se echen unas risas pero ni de casualidad para que, como dice Iñaki Gabilondo, al que no se le caerá la cara de vergüenza profesional evidentemente, dada su trayectoria, se haya demostrado que es fácil falsificar la historia. Porque la tesis planteada en el documental rápidamente se convertía en delirante. Pero muchos espectadores preferían creer que un asno volara a que periodistas como Gabilondo o Évole les pudieran estar mintiendo. Ingenuos… pero honrados dichos espectadores, como Santo Tomás dignos de aplauso. A directores de ficción como Garci nada cabe reprocharles, pero sí a profesionales del periodismo como Onega o Gabilondo, dos referencias del periodismo serio y sensato en España, lo que dice mucho del estado calamitoso de la prensa en este país. O en otros... porque el simulacro de entrega de armas por parte de ETA no habría sido posible sin la complicidad mediática de la BBC y la idiocia política de los llamados, paradójicamente, "verificadores" (sic).
Hay otros documentalistas, como Errol Morris o Andrew Jarecki, que, ante los cantos de sirena de las "verdades de la mentira", reclaman que su actividad periodística, a fuer de artística puede y debe responder a las clásicas preguntas:
¿Cuál es la respuesta a la pregunta sobre qué ocurrió realmente? ¿Cuándo sucedió? ¿Quién realmente hizo algo?
Porque los hechos sin interpretaciones son ciegos, del mismo modo que las interpretaciones sin hechos están vacías. Évole, sin embargo, está tan ciego como vacío. En realidad, Operación Palace no tiene nada que ver ni con Operación Luna ni con Welles. Évole es más bien el Michael Moore de Cornellá, que tras su apariencia simpáticamente beaturrona esconde la demagogia como herramienta periodística y la condescendencia como talante, lo que le lleva a considerar que, como en el caso del realizador norteamericano, los espectadores son tan estúpidos que será fácil y sobre todo impune colarles gato por liebre. Aunque en este caso más que un mago a quien se ha parecido es a un bufón televisivo. Del mismo modo que a los políticos corruptos los jalean en España los miembros y sectarios de sus propios partidos, a Évole le lloverán aplausos por su "experimentación arriesgada", que es el equivalente a la contabilidad creativa denominada por el común de los mortales "fraude".
Dice en la última temporada de House of Cards su protagonista, el cínico nihilista Frank Underwood, que la democracia está sobrevalorada. Pero sólo ante felones que anteponen el éxito en la audiencia a cualquier código deontológico profesional. Operación Palace, en definitiva, no ha demostrado la falsedad de las historias sobre el 23-F sino la gran mentira que es, en el fondo y en la forma, Jordi Évole.