Ha muerto Philip Seymour Hoffman a los 46 años y todos los que amamos el cine nos hemos quedado con esa sensación de pérdida irremediable que transmiten algunas estrellas cuando fallecen jóvenes, James Dean o Marilyn Monroe, por ejemplo. De repente, nos acongoja toda la riqueza que esperábamos disfrutar, ese despliegue de verdad cinematográfica que se encarna en algunos rostros, y que se perderá para siempre. Lo que pudo haber sido y no será de los que han vivido rápido, muerto jóvenes y hacen bonitos pero inservibles cadáveres, como se decía en una película de Nick Ray con Humphrey Bogart: Llamad a cualquier puerta (1949). Pero antes de seguir con este canto fúnebre escuchen su voz, tan bella como llena de matices; como cambia de registro, de entonación, de aire en La duda (2008), donde interpreta a un sacerdote perseguido por un cotilleo al borde de la calumnia.
Esta mañana les aseguro que estaba pensando en él. Había tuiteado esta metáfora de La duda sobre el peligro y la maldad de los cotilleos, a raíz de las habladurías sobre la presunta violación que habría cometido Woody Allen con la hija adoptiva de la que era su pareja hace tiempo, Mia Farrow. Pero ya antes había estado fantaseando sobre lo bien que haría Seymour Hoffman de Minnesota Fats, el papel que bordó Jackie Gleason en El buscavidas (1961), junto a Paul Newman. Como Gleason, Seymour Hoffman poseía esa elegancia sutil e inteligente que tienen algunos gordos, a los que los kilos de más no suponen ningún impedimento, todo lo contrario, para moverse de una forma grácil. Gleason bailaba alrededor de la mesa de billar del mismo modo que Seymour Hoffman tocaba el violín en El último concierto (2012), con el convencimiento de que su talento no era suficiente para llevarlo a lo más alto.
Del mismo modo también que James Gandolfini, otro gran actor que ha fallecido recientemente en el mejor momento de su carrera, Seymour Hoffman era un actor capaz de sostener con su sola presencia hasta el más infumable de los bodrios. Si Los juegos del hambre: en llamas (2013) es infinitamente mejor que Los juegos del hambre (2012) es sobre todo por la sonrisa sutil y cruel de Hoffman en el papel de un maquiavélico líder, Plutarch Heavensbee. Y hasta ahí puedo leer para no revelar más detalles de una trama que le recomiendo ver (saltándose incluso la primera, ridícula y superficial entrega de la saga), dejándose hipnotizar por la desmesura contenida de Seymour Hoffman.
Pero donde un actor de verdad se la juega es en esos papelitos secundarios donde a la postre roban el protagonismo a las estrellas principales. Así, fue creciendo su peso en las películas de su alter ego en la dirección, Paul Thomas Anderson, desde Sydney (1996) a Boogie Nights (1997), Magnolia (1999) o Punch-Drunk Love (2002), hasta llegar a estar cumbre, que diría el Juncal de Paco Rabal, por lo que a premios se refiere, por su encarnación, más allá de la mera interpretación, de Truman Capote en la película homónima (2007) y en la magistral y controvertida The Master (2012), donde da un recital en las antípodas interpretativas de ese otro monstruo de la pantalla que es Joaquin Phoenix. Si Phoenix representa lo mejor de la tradición histriónica en la senda del Actor’s Studio, Hoffman significaba la precisión del dominio de la expresión natural, esa que se vincula a la interpretación invisible que realizaban Spencer Tracy o James Stewart. Pero a diferencia de la limitación de registros de los actores clásicos norteamericanos, Hoffman era camaleónico, infinito en el simulacro sin dejar de ser precisamente él mismo, capaz de ser una roca (Misión Imposible III, haciendo tan bien de malo que nos hacía recordar a Mae West cuando afirmaba que cuando era buena, era buena, pero cuando era mala, era mejor) y una amapola (State and Main –2000–, Synecdoche –2008–).
Cuando se acerque el aniversario de lo que ya sabéis, no le llevéis flores sino la lista de nominados a los Oscar, donde él sin duda hubiera vuelto a estar muchas veces. Porque era el más grande, en cantidad de materia y en calidad de espíritu.