Después del éxito cobrado por TVE con su Masterchef, programa de talento gastronómico con aficionados a la cocina en el papel de concursantes, esta semana arrancó Top Chef, que es básicamente lo mismo pero en modo pro. Ahora son cocineros profesionales los que se enfrentan a las iras del jurado y la crítica de la audiencia para satisfacción de los cocinillas, que tendrán la oportunidad de aprender a elaborar nuevas recetas además de ver llorar a los concursantes y decirse perrerías, principal objeto de interés del gran público en este tipo de programas.
La primera entrega de Top Chef tuvo unas muy estimables cifras de audiencia, seguramente porque el éxito previo de Masterchef avala a este producto y la participación de Alberto Chicote es una garantía de que al menos vas a pasar un rato entretenido. La estrella de Pesadilla en la cocina estuvo auxiliado en las bandas por la lírica de Ángel León ("La caballa es la mitad de mi vida", dijo con la mirada perdida en el horizonte en la prueba que le tocó juzgar en solitario) y el pragmatismo de Susi Díaz, para la que el punto exacto de cocción del arroz es más relevante que la dimensión espiritual de los productos que lo acompañan.
El elenco de concursantes puso de manifiesto el buen ojo de los responsables para conseguir un conjunto apañadito. Los más singulares fueron Bárbara, una cocinera que llora mucho, lo cual es una ventaja porque así los guisos llegan al plato ya rectificados de sal, y Eduardo y Enrique, dos colegas que, oh desgracia, fueron fulminados por el jurado con una severidad que a los gurús televisivos nos pareció claramente excesiva, porque nos impedirá saborear las grandes hazañas culinarias que sin duda nos habrían brindado en semanas sucesivas.
Y total, los echaron por una tontería. Dos, para ser exactos. Eduardo, cocinero del Ministerio de Defensa hizo, un caldo con las patas de una pintada, uñas incluidas, algo que a los maricomplejines del jurado les pareció inaceptable, y eso que no sirvió los espolones en un ladito del plato para ser usados de mondadientes, como seguramente hubiera sido su intención. Ese alarde de originalidad le valió ir a la repesca, donde fue finalmente batido porque el jurado ya estaba predispuesto contra su manera de entender la cocina. Enrique, cocinero sevillano jubilado, se marchó a casa simplemente por no desperdiciar un calabacín que previamente había manchado con su propia sangre fruto de una herida en el dedo. El hombre, con la mejor intención, fue a meterlo debajo del chorro (el calabacín) para aprovechar el producto, pero como a los responsables del programa las berzas les salen gratis, Chicote lo sancionó por no haberlo tirado directamente a la basura en atención a no sé qué criterios sanitarios de lo más discutibles. Que un ejemplo de austeridad como el de este buen señor se castigue públicamente de forma tan cruda explica bien por qué España está como está. Para que luego digan que los programas de cocina son muy educativos.