Los de mi generación, en la cuarentena, estamos en la cima de la vida porque vemos más allá que los más jóvenes, inexpertos, y los más viejos, achacosos. Pero no tanto por nosotros mismos, con nuestras pocas habilidades y escasas capacidades, con nuestras carencias y miserias, sino porque a lo largo de la vida hemos estado listos para subirnos sobre los hombros de gigantes que nos han hecho posible mirar más lejos, sentir más profundo y pensar más poderosamente.
Uno de esos gigantes fue Alfredo Landa, mucho más que un actor, nada menos que un cómico, alguien capaz de hacernos reír. Porque empezamos a disfrutar de su maravillosa manera de hacer el tonto en Atraco a las tres, El verdugo, Historias de la televisión, Ninette y un señor de Murcia, Las que tienen que servir... Sin que se le cayeran los anillos por protagonizar títulos como Una vez al año ser hippy no hace daño o Aunque la hormona se vista de seda.
En estas películas, que veía junto a mis abuelos, mis padres y mis hermanos –eran tiempos en que las familias miraban la misma única programación en televisores en blanco y negro con solo dos canales, el UHF y el VHF–, los actores no interpretaban sino que, como decía mi tía Maruja, trabajaban ("¡Qué bien trabaja Clark Gable [pronunciado a lo Maruja, "Gable", no "Geibol"]!").
Pero un día, ya había pasado el Mundial de España, así que teníamos tele en color, vi subir al escenario del Festival de Cannes, allí donde los españolitos teníamos la entrada poco menos que prohibida (salvo Luis Buñuel, claro está) por carpetovetónicos y antiguos; vi subir, decía, a dos señores mayores y más bien gruesos: Paco Rabal y Alfredo Landa, que habían ganado el Premio de Interpretación por Los Santos Inocentes. ¿Que qué es interpretación, me preguntas? Mira las pupilas encallecidas y resignadas, dolientes y valientes, de Paco el Bajo en esa película y sabrás lo que es trabajar en el cine. Me imagino a Landa, con su voz aguardentosa y profunda, remedando a Winston Churchill mientras le explica a un meritorio que ser actor es cosa de "sangre, sudor y lágrimas".
Antes del premio en Cannes ya había comenzado a trabajar con José Luis Garci, con quien hará una de las películas inmortales del cine español, El crack, un cruce a priori imposible entre El sueño eterno (Hawks), Lemmy contra Alphaville (Godard) y El cebo (Vajda).
Decía Vittorio Gassman que la mejor cualidad de un actor es ser mercurial, es decir, saber adaptarse a la temperatura de cada momento. Cómico y trágico, tonto y lúcido, arrojado y acojonado, Alfredo Landa era un actor todoterreno, que hacía lo más difícil: sin dejar de ser él, convertirse en cualquiera.
"Respetadme, yo nací con el cine", se defendía Rafael Alberti. Admiradme, puedo decir yo, porque crecí más entretenido, más inteligente y, sí, mejor persona gracias a las actuaciones de la generación de oro de la interpretación del cine español, de José Luis López Vázquez a José Bodalo pasando por Francisco Rabal, Fernando Fernán Gómez y, naturalmente, don Alfredo Landa, un crack.
Alfredo Landa hablaba con Dios, al que había bautizado como Manolo. Le decía: "Oye, que me va muy bien así, pero que si me fuera un poquito peor, no pasaría nada ¿eh?". También decía que su carné de identidad era su carné de mus, en el que se podía leer: "El poseedor de este documento está obligado a comunicar al contrario la superioridad que sobre él tiene en este arte". No, no le deseemos que descanse en paz. Sino que le gane a Manolo al mus.