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Rosa Belmonte

Las uñas de luto

Sara Montiel nos ha dejado, pero con ella queda el recuerdo de sus películas y sus canciones.

La primera vez que vi de cerca a Sara Montiel fue en un avión Alicante-Madrid. Debe de hacer unos diez años. El vuelo parecía fletado por Pedro Almodóvar para su última película. O por Dunia Ayaso y Félix Sabroso. Por alguien capaz de hacer una comedia loca. Estaba Sara Montiel pero también Alicia Alonso, Ángela Carrasco y Bertín Osborne. Cada uno iba por su pellejo. Yo iba con Boris Izaguirre. Mientras a Alicia Alonso la depositaban y la recogían de su asiento, Sara tenía un aspecto magnífico. Sin maquillar, con el pelo rojo recogido. Yo la miraba embobada. Porque era Sara Montiel. Y Sara Montiel era una leyenda. Una estrella. Si no fuera tan vergonzosa me habría tirado como Jose Luis López Vázquez en Atraco a las tres cuando entra al banco Katia Loritz: una admiradora, una amiga, una esclava, una sierva…

Margaret Thatcher pretende eclipsar con su muerte la de Sara Montiel. Pues no. Las dos han ido a morirse un ocho de abril, que es el mismo día en que nació y murió María Félix, pero es que con ésta no hay quien pueda. Curiosamente, Margaret Thatcher y Sara Montiel destacaban, entre otras cosas, por su voz. Una para mal y la otra para bien. Cuenta Paul Johnson en Héroes que era complicado que una mujer se hiciera oír en el griterío de los Comunes. Que si fracasaba al alzar su voz el resultado era desagradable y pronto se la acusaba de “estridente”. Y Thatcher tuvo que cargar con lo de “estridente” toda su carrera. “Es cierto que su voz era su característica menos satisfactoria. No era la voz de una heroína y podía convertirse fácilmente en la de una verdulera. Cuando estaba relajada, su voz era perfectamente aceptable. Pero rara vez estaba relajada”. Sin embargo, la voz de Sara Montiel era uno de sus principales activos. Esa no-voz con la que susurraba era una mina (aunque no en el mismo sentido que la de Antonio Molina, claro). Lo decía Pablo Sebastián, a quien trajo a España Carmen Sevilla pero acabó siendo conocido como el pianista de Parada. También lo fue de Sara Montiel, a la que acompañaba en sus actuaciones de los últimos años (salvo la de Estados Unidos). Según Pablo Sebastián, que la había conocido cuando él tenía 14 años y en un viaje a España se presentó en la casa de San Bernardo 117, no había perdido la voz. Esa voz con eco. “Como nunca tuvo mucha... El problema es cuando cantaste con mucha voz de entrada y luego se te va. Pero como ella siempre tuvo esa voz opaca tan personal la conserva y jamás la escuché desafinar”, me decía el año pasado.

La última vez que estuve cerca de Sara Montiel fue en la presentación de un libro. Olía como los cocodrilos, con un potente y extraño dulzor. Hacía poco que también había salido el de Pilar Eyre sobre la Reina. Eduardo Verbo y yo nos acercamos a ella y le preguntamos sobre su presunta relación con el Rey. Lo negó. Nada, que ella era muy amiga de la Familia Real pero que eso era absolutamente falso. Muy monárquica, Sara se había casado en 1963 en la iglesia de Montserrat de Roma y al acabar la ceremonia dejó el ramo en la tumba de Alfonso XIII, cuyos restos se trasladarían al Escorial años después. Hace poco, Andrew Morton escribiría en su libro que la Reina los había sorprendido en Toledo. Sara volvió a negarlo. Se ha ido a su tumba negándolo. Y se ha muerto en su casa, esa casa que formaba parte de su leyenda. Ese hogar recargado cuyo exterior oficinesco no delata el mundo fantástico del interior.

Tengo una amiga que cuando era pequeña llamó a su habitación del hotel Sidi San Juan, que se acababa de inaugurar. Iba acompañada de una cantante amiga de Sara. Eran los primeros 70. Sara abrió la puerta desnuda. Solo llevaba encima un montón de collares. Las uñas de los pies las llevaba pintadas pero las de las manos no. “Es que hace poco que se ha muerto mi mamá”, le dijo Sara. Pintémonos sólo las uñas de los pies en honor de Sara Montiel.

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