En enero de 1865 Abraham Lincoln había sido ya reelegido para su segundo mandato, en las mismas elecciones en que su Partido Republicano conquistaba amplísimas mayorías en la Cámara de Representantes y el Senado. Mientras, Sherman había ultimado su celebérrima marcha desde Atlanta hacia el mar y se encontraba devastando la oposición confederada (civil y militar en las Carolinas). Por su parte, Grant asediaba el anillo de la capital sureña, Richmond-Petersburg, desde hacía siete meses. El final militar de la Guerra Civil se presentía. Lo que entonces resultaba aventurado pronosticar era quién ganaría la paz. Lincoln había emancipado a los esclavos dos años antes por medio de un decreto en tanto que comandante en jefe y como medida excepcional justificada por la guerra. El presidente sabía que, una vez terminada la rebelión militar del Sur que había servido de justificación constitucional a la emancipación, el decreto dejaría de tener virtualidad y la esclavitud, contemplada en la propia Constitución de forma oblicua, en diferentes secciones de los artículos 1 y 4, podría volver. De hecho, esa era la posición del Partido Demócrata en el Norte, que instaba a Lincoln a negociar la paz con los confederados sobre la base de la reinstauración de la Unión con esclavitud. Para entonces, el Gobierno confederado en Richmond declinaba reintegrar los once estados confederados en la Unión y el propio Lincoln se mostraba inasequible a la noción de revocar su decreto, pero seguía siendo probable que, legal y políticamente, el éxito de Lincoln en mantener la Unión sería, en la paz, incompatible con la emancipación, acaecida en la guerra.
La película de Spielberg se desarrolla con ese telón de fondo y recrea los acontecimientos que, en ese mes de enero, propiciaron la aprobación por la Cámara de Representantes de la decimotercera enmienda a la Constitución, que abolía definitivamente la institución de la esclavitud en todo el territorio americano. La medida había obtenido ya la mayoría de dos tercios necesarios para su aprobación en el Senado durante el verano de 1864, pero sólo la mayoría simple en la Cámara. Lincoln, contra el criterio de su Gabinete, creyó que ese mismo Congreso era el órgano más propicio para reconsiderar la enmienda, más que el Congreso entrante en marzo –este último, con mayorías republicanas suficientes para aprobarla– por dos motivos. En primer lugar, quería obtener un puñado de votos demócratas, para que la enmienda tuviera un carácter simbólicamente bipartidista, cosa más fácil porque muchos de esos congresistas demócratas, derrotados en las elecciones, no tendrían que hacer frente ya a sus electores. En segundo lugar, quería establecer la abolición legal de la esclavitud como un hecho consumado antes de iniciar el proceso de reintegración de los secesionistas a la Unión.
Los títulos de crédito del filme afirman que la película está basada en parte en el libro Team of Rivals, que publicó la historiadora Doris Kearns Goodwin en 2005. La obra en cuestión apenas se detiene tangencialmente, en unas pocas páginas, en el objeto de la trama, y el crédito parece más bien uno más de los endosos político-propagandísticos (registro en el que funciona también abundantemente Spielberg) de que han sido objeto tanto el propio libro como su autora, veterana activista y comentarista política demócrata, que se ha visto envuelta en controversias por plagio en sus biografías sobre los Fitzgerald y los Kennedy y sobre Franklin D. Roosevelt. Su Team of Rivals, la historia de cómo Lincoln compuso su Gabinete sobre la base de las personalidades derrotadas en el proceso de su nominación como candidato a la presidencia, fue saludado por la prensa, ávida de manosear los supuestos (y absolutamente inexistentes) paralelismos entre el presidente Obama y Abraham Lincoln, como un trasunto del nombramiento por el primero de Hillary Clinton, rival en el proceso de nominación, como secretaria de Estado.
Afortunadamente, entre los asesores del filme están Harold Holzer, también parte del contingente de historiadores y activistas políticos demócratas (fue jefe de Gabinete del exgobernador de Nueva York Mario Cuomo en los 80), y Michael Burlingame y James McPherson, estos dos sí historiadores sin más y los más grandes de todos ellos, el primero como biófrado de Lincoln y el segundo como historiador de la era. La historia está dramatizada y, en consecuencia, los diálogos y los debates son recreaciones, razonablemente plausibles, pero no históricos. El guión, del dramaturgo Tony Kushner, colaborador frecuente de Spielberg, es estelar. El momento en que el Lincoln de ficción describe a su Gabinete las contradicciones legales y políticas inherentes a la política de emancipación hubiera satisfecho, en su lógica y en su retórica, al propio Lincoln. La puesta en escena es impecable, incluyendo la Cámara de Representantes, que reproduce la vieja Cámara, y los aposentos y mobiliario de la Casa Blanca, así como el atrezzo del presidente y su mujer. El detalle está cuidado hasta en la apariencia física de Lincoln, que para enero de 1865 había despedido el vello de los ángulos de su cara y conservaba básicamente la perilla.
Spielberg otorga un papel preeminente a Thaddeus Stevens, el líder abolicionista radical y frecuente crítico de Lincoln –interpretado por Tommy Lee Jones con característica energía e histrionismo, cualidades quizá más adecuadas para Hombres de negro que para un drama histórico-político–. Stevens aparece como líder parlamentario republicano, cuando no ostentaba puesto alguno de privilegio en el grupo republicano del Congreso, pero el personaje sirve perfectamente de vehículo para ilustrar la dialéctica entre Lincoln y el ala republicana radical, de coincidencia en los fines y discrepancia en los medios. Robert Todd Lincoln, el hijo mayor del presidente, interpretado por Joseph Gordon Levitt, aparece en un papel enteramente prescindible. La película no sabe cómo empezar ni cómo terminar. La escena inicial, en la que unos soldados aparecen recitándole al presidente fragmentos de su Discurso de Gettysburg con el embeleso que sus seguidores reservan a Obama, es anacrónica y un punto ridícula. Spielberg, que debiera haber terminado con la aprobación de la Decimotercera Enmienda, estira el filme veinte minutos tratando de reflejar los últimos momentos de la vida de Lincoln. Con todo, el principal error temático es la caracterización de éste como una figura popular en vida, cuando, fuera del Ejército y de una parte más bien menor de la clase política, encabezada por su secretario de Estado, William Seward (muy bien interpretado por David Strathairn), Lincoln ha sido el presidente más vilipendiado y acosado de la historia. Este defecto es, cabe sospechar, producto del paralelismo delirante con el actual presidente y resulta tanto más irónico cuanto que el entonces senador Obama, en un artículo para la revista Time publicado el 4 de julio de 2005, puso de vuelta y media a Lincoln como, a su juicio, insuficientemente virtuoso en la cuestión de la esclavitud.
Con todo, el alma de la película es Daniel Day Lewis. Todos los Lincoln del pasado (de Henry Fonda o de Raymond Massey) tenían una voz grave y un carácter solemne completamente opuesto al del Lincoln real, un hombre que había heredado de su padre su afición al humor popular y de su familia materna la depresión, que le acompañó desde la juventud hasta la muerte. La voz de Lincoln era atiplada e insegura. Su acento, aun cuando atemperado con los años, tenía la impronta inescapable de su Medio Oeste natal. Lewis reproduce todos los manierismos expresivos y corporales de Lincoln, afecta su voz y sus inflexiones y consigue conjurar la melancolía y el sentido del humor, que conviven permanentemente en la película como lo hacían en la realidad. Lincoln, que medía 1,93 en una época en que la altura media era 1,65, era una presencia gigantesca entre sus contemporáneos, lo que el filme de Spielberg no logra proyectar. Pero, salvo ese detalle, el Lincoln de Daniel Day Lewis es lo más parecido a cómo los historiadores imaginan la apariencia y el carácter del más grande de los presidentes. Junto con la decisión del director de circunscribir la historia a un episodio muy concreto y a un marco temporal muy reducido de la vida de ese presidente y de su nación, y hacer de esa fugacidad misma la ocasión para trasladar los rasgos permanentes de la grandeza de Lincoln, la elección de Daniel Day Lewis es el mayor atributo de un filme sobresaliente.
Martín Alonso, autor de Ahora, y para siempre, libres. Abraham Lincoln y la causa de la Union.