Cuando tecleas Aguirre en el teléfono móvil, el texto predictivo escribe Aburre. Amárrame los pavos. Tratándose de Esperanza Aguirre, nada más lejos de esa realidad a la que nos ha tenido acostumbrados. La dimitida presidente de la Comunidad de Madrid es de las pocas en España, si no la única, que ha sabido jugar con la parte de 'show business' que necesita la política (al menos desde que la política necesita la televisión). Hace años, en campaña electoral, me solían mandar en ABC a seguir personajes, digamos peculiares (también seguí a Zapatero más de una vez). Ni José Bono de demagogo en Hellín, ni Magdalena Álvarez comiendo churros por las calles de Málaga ni Rosa Díez subida en un cajón en El Retiro daban tanto juego como Esperanza Aguirre. Esta se vestía de chulapa un día de San Isidro, se iba a la Pradera y se ponía a cantar 'Pichi' mientras se abría paso cuesta arriba entre multitudes cual Moisés con traje apretado. Y aquello era gratis.
La de disfraces que se ha puesto la 'lideresa' (un día se vistió de Ana Botella), la de meteduras de pata que ha tenido (reconocidos en su despedida), la de artefactos a los que se ha montado. Algunos hasta se han caído, como el helicóptero en el que también iba Rajoy. Probablemente, este nunca le ha perdonado que le hiciera quedar como un tipo normal que se estrella en un helicóptero, mientras ella parecía Jack Bauer en una misión cualquiera. Lo mismo que en los atentados de Bombay, que le pillaron en el hotel Oberoi. "Yo no vi terroristas, solo la sangre por la que tuve que pisar descalza", decía entonces. Cuando apareció con aquellos calcetines de avión en la rueda de prensa. De Esperanza Aguirre se podía esperar todo menos el muermo. Sabía lo que tenía que decir, aunque las clases parlanchinas la pusieran verde. Lo de los arquitectos lo piensa tanta gente (de boquilla, claro) que ese penúltimo escándalo sólo lo fue para la terrible banda de la corrección.
Viendo la mamandurria del reencuentro entre Anne Igartiburu y Mariló Montero el pasado lunes, una echaba de menos a María Teresa Campos y a Ana Rosa Quintana dándose tiritos en uno de sus cara a cara. Pero, sobre todo, dada la decepcionante conclusión del enfrentamiento y lo melifluo de la situación, me acordaba de Esperanza Aguirre y de Magdalena Álvarez. De las catenarias. Eso sí eran enfrentamientos. A cuenta de la estación de metro de la T4 se montaron dos inauguraciones en 2007. La Comunidad de Madrid había pagado la infraestructura para llevar el metro y Fomento había construido la estación. Álvarez fue un día y Aguirre al siguiente para la gran inauguración. Luego en el Congreso, la ministra se lo reprochó: "... es una instalación que depende del Ministerio de Fomento. Lo que no sé es por qué fue la presidenta de la Comunidad, señorías, porque el único sitio en la estación intermodal de la T4 donde podía haber estado, porque es de la Comunidad de Madrid, y porque son los elementos de la Comunidad de Madrid, es o tumbada en la vía o colgada de la catenaria...". Ocurrencia en la que Aguirre se recreó durante mucho tiempo, repitiéndola y repitiéndola. Aguirre y Álvarez eran como esas Camille Paglia y Julie Burchill que tanta gracia hacían a Paul Johnson cuando se peleaban (Burchill dijo de Paglia que "no tenía sesos para pensar en cómo salir de un saco de papel mojado"). Las mujeres ya no saben pelearse.
Hace tiempo que echaba de menos a la risueña @EspeonzaAguirre, que no escribe en Twitter desde el 21 de junio (un ejemplo de abril: "Hay que elegir un director de informativos para TVE. Tenemos dos candidatos: Urdaci... y Satanás ¡¡JAJAJA!! Urdaci tiene mejor currículum"). Ahora echaré de menos a Esperanza Aguirre. ¿Qué va a hacer en la segunda fila una política de semejante envergadura? Nos queda saber por qué se ha ido. Esperanza se va, Gallardón se queda. Casi me echo a llorar, como Lucía Figar.