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Fórmula 1

Emilio Campmany

El gladiador que creía en Dios

Quien te inviste con el manto de la gloria es la pista. La pista y Dios, me corregiría Senna, si estuviera aquí.

Ayrton Senna irrumpió en la Fórmula 1 en una época en que los campeonatos del mundo los ganaba un tipo metódico y frío que tenía una calculadora por cabeza. Parecía como si la competición estuviera a punto de perder su esencia, forjada de pasión, arrojo y testosterona. Era como si fuera a convertirse en algo donde para vencer habría que comportarse como lo haría una máquina. Sería una máquina llevando a otra máquina. Pero llegó Senna, empezó a llover y el pijo imberbe, llegado del otro lado del Atlántico, demostró que haría falta algo más que un cerebro hecho a base de bytes y chips para ganarle. Haría falta corazón, tener un corazón más grande que el suyo. Y resultó que nadie lo tenía.

En el Canto IX de La Ilíada dice Aquiles: "Si sigo aquí luchando en torno de la ciudad de los troyanos, se acabó para mí el regreso, pero tendré gloria inconsumible". No sé si Senna sabía que, de ese fin de semana en Imola, en el que hubo cuatro accidentes terribles y falleció otro piloto además de él, no regresaría y que alcanzaría gloria inconsumible. Sin embargo, el rostro que reflejan las imágenes que hay de él durante aquel 1º de mayo de 1994 hacen querer creer que lo sabía. Valle Inclán, si hubiera sido aficionado a la Fórmula 1 en vez de a los toros, podía haberle gritado premonitoriamente lo que a Juan Belmonte, que sólo le faltaba morirse en la pista. Y eso es lo que ocurrió. Y luego, la gloria.

¿Pero fue de verdad Tamburello quien elevó a los altares a Senna? ¿Serían las cosas distintas si hubiera sobrevivido al accidente? Alain Prost, su rival de aquellos años, pensará que sí. Que fue la muerte lo que le dio la gloria al brasileño y sobrevivir lo que se la arrebató a él. Y sin embargo, él sabe hoy en su interior que no es exactamente así. Que la gloria no la dan los títulos mundiales a secas, especialmente si quien te los consigue es Jean Marie Balestre. Ni tampoco la muerte en la pista, como demuestran los muchos pilotos olvidados que perdieron la vida en los circuitos. Es lo que le pasó sin ir más lejos a Ronald Ratzenberger, muerto aquel mismo fin de semana en el mismo circuito de Imola. La gloria se alcanza estando a punto de ganar en Mónaco con un Toleman birrioso en medio de un aguacero. La gloria te llega cuando, con un Lotus no mucho mejor, doblas a todos los pilotos menos a uno durante un diluvio. Desde luego, en todo caso, la gloria no la da un tío de la FIA, ni basta un accidente mortal. Quien te inviste con el manto de la gloria es la pista. La pista y Dios, me corregiría Senna, si estuviera aquí.

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