Una noticia normal de un día normal en un lugar anormal. El Gobierno ha procedido a elaborar un registro público donde figuren nombres y apellidos de los habitantes que manifiestan por escrito su apoyo expreso a las decisiones políticas del poder. La lista permanecerá expuesta en las oficinas estatales a disposición de cuantos deseen averiguar, por ejemplo, quién ha rehusado declararse adicto a la autoridad. Contra lo que pudiera estar pensando el lector, el lugar anormal no es Corea del Norte sino Cataluña. Y huelga decir que la creación de ese catálogo administrativo de inquebrantables adhesiones no ha merecido el menor comentario crítico en los medios locales que aún se llaman de comunicación.
Ni un editorial conjunto, ni una columnita de opinión discrepante, ni una broma de la innúmera legión de graciosos en nómina de TV3, ni un manifiesto de los abajofirmantes habituales. Nada de nada. Solo el silencio de los corderos cuatribarrados. Las listas blancas y las listas negras, el inventario de los buenos y el de los malos, nosotros y ellos, España y la Antiespaña (o Cataluña y la Anticataluña, que tanto monta). Secular tradición de esta península cainita, la de señalar con el índice al disidente por acción u omisión, al fin superada, salvo, ¡ay!, en el país petit. Al cabo, la lista de Mas no deja de constituir un sucedáneo actualizado de aquel célebre Libro Verde de Aragón donde constaban las señas de cuantos pobladores no acreditasen la pureza de sangre necesaria para poder decirse cristianos viejos.
Desde el punto de vista físico, Cataluña forma parte de Europa, pero en lo espiritual anda mucho más cerca del archipiélago de las Galápagos. Igual que en esas remotas islas del Pacífico han logrado sobrevivir especies animales ya extinguidas en el resto del planeta, el ecosistema moral catalán ha conservado un tipo humano, el intratable centinela de la ortodoxia y martillo de herejes, por ventura desaparecido en la España civil y civilizada de más allá del Ebro. Como en las sociedades premodernas, en la Cataluña de Mas disentir de la religión oficial es sinónimo de abjurar del único dios verdadero. Y en nada cambia las cosas el que la teología sea laica y el demiurgo se llame nacionalismo. Todos firmes, van a pasar lista.