El año pasado, la región de Murcia comenzó a prepararse para recibir las competencias en materia de Justicia. Naturalmente lo primero que se hizo fue nombrar a un consejero sin cartera y a su nutrido elenco de altos cargos y asesores para que fueran preparando el terreno de cara a asumir la gestión judicial. Después llegaron las conversaciones con el gobierno de Zapatero para realizar el traspaso de forma ordenada. Todo parecía ir viento en popa hasta que llegó el momento de hacer números. Ahí el navío embarrancó y tras elaborar varias simulaciones matemáticas en una hoja de Excel y comprobar que económicamente el negocio iba a ser ruinoso para las arcas autonómicas, el presidente murciano decidió que donde mejor estaban las competencias de Justicia era en el ministerio del ramo. Acto seguido se cesó al consejero interruptus y se le recolocó en otras responsabilidades administrativas junto con su equipo de asesores, porque tampoco es plan de perjudicar la carrera política de los altos cargos del partido simplemente porque sus valiosos servicios hayan dejado de ser necesarios.
Y, por asombroso que parezca, no ocurrió nada. Los juzgados siguieron funcionando, los abogados continuaron trabajando en sus pleitos y los funcionarios de los tribunales cobrando su nómina a fin de mes. Que es exactamente lo que ocurriría con el resto de competencias troncales que las autonomías tienen transferidas, incluidas Sanidad y Educación, en el caso de que el gobierno las reclamara o los parlamentos regionales renunciaran a ellas. Los hospitales seguirían funcionando, las farmacias continuarían expidiendo medicamentos y los niños acudirían a clase como cualquier otro día.
La única diferencia es que los contribuyentes nos ahorraríamos varias decenas de miles de millones de euros –gracias a las ventajas de las economías de escala frente a los departamentos de gasto fraccionados en 17 compartimentos– y a que la casta autonómica tendría que sufrir un severo régimen de adelgazamiento.
Esto es lo que ha venido a proponer Esperanza Aguirre utilizando el lenguaje que mejor entiende el contribuyente medio, el mismo que prefiere un servicio eficiente sin importarle la filiación administrativa del cirujano o el profesor que debe prestárselo.
Hay quien sostiene que el problema de España no es el peso del sector público, actualmente por debajo de la media de los países europeos, olvidando añadir que esos otros países tienen una productividad muy superior a la española, de tal forma que lo que en el norte de Europa es asumible en términos de coacción estatal en nuestro caso es el camino más directo a la ruina.
Tras treinta años de satanización del centralismo, llegando a la imbecilidad supina de identificarlo con el franquismo –para esta gente los franceses deben ser todos unos fachas–, Esperanza Aguirre ha creído llegado el momento de poner en cuestión el desbarajuste de nuestra descentralización política. Ahora sólo tiene que dar el siguiente paso: convocar a la Asamblea de Madrid en sesión extraordinaria y aprobar la devolución de las competencias de Sanidad y Educación al gobierno, cuyo presidente ya ha dicho que ni en sus sueños más delirantes ha barajado jamás la hipótesis de reclamarlas.
La imagen de los consejeros de Aguirre entregando en los dos ministerios las llaves de los centros sanitarios y educativos, con Tomás Gómez al fondo colgado de una pancarta, haría bajar la prima de riesgo no menos de doscientos puntos en una tacada. Ahí te queremos ver, Esperanza.