Son pocas las ocasiones en las que la actualidad nos coloca ante un tema tan polémico como es el del tratamiento penitenciario de los reclusos gravemente enfermos que pertenecen a una organización terrorista como ETA. El caso Gogorza es una de ellas, no tanto por el hecho de que las autoridades del Ministerio del Interior hayan resuelto trasladar a este preso a la cárcel de Basauri, acercándolo al País Vasco desde su anterior destino en Sevilla, como por las reacciones políticas que ha suscitado el asunto.
Comencemos señalando que, de acuerdo con la legislación vigente en España, es prerrogativa de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias la determinación del centro de reclusión en el que los penados deben cumplir las sentencias que les privan de su libertad. Es precisamente por este motivo, por el que es posible una política de dispersión de presos, aplicable a los condenados por terrorismo, cuya finalidad no es otra que la de rebajar el control que sobre ellos pudiera ejercer la organización a la que pertenecen. Así pues, las apelaciones que se suelen hacer desde las organizaciones encuadradas en el Movimiento de Liberación Nacional Vasco –también denominado Izquierda Abertzale– y, últimamente, desde el Partido Socialista y el Gobierno vasco que preside Patxi López, a un supuesto derecho de los reos de ETA a ser ubicados en una cárcel próxima a su domicilio o al de su familia, carecen de cualquier fundamento en el derecho español.
Y señalemos también que lo que en el caso Gogorza se discute no es la oportunidad de una política de acercamiento generalizado de los presos de ETA al País Vasco –que desde que Enrique Múgica, allá por los años finales de la década de 1980, ocupó la cartera de Justicia, ningún gobierno ha planteado en España–, ni tampoco los méritos de una política de reinserción de etarras arrepentidos –la llamada vía Nanclares– que, por cierto, he tenido ocasión de analizar ampliamente, para destacar sus inconvenientes jurídicos, políticos y morales, en un trabajo que publicó La Ilustración Liberal hace más de un año. No, lo que se ventila en este asunto va mucho más lejos, pues atañe al fundamento mismo de la sociedad democrática en relación con el papel del sistema penitenciario: ¿debe comportarse el Estado de una forma humanitaria también con los condenados por delitos terroristas o más bien debe ejercer sobre ellos la venganza en nombre de las víctimas de esos delitos?
La pregunta no es retórica y el caso de Aitzol Gogorza la ha puesto sobre la arena política. La autoridad penitenciaria ha resuelto que este preso, gravemente enfermo por un trastorno mental debidamente acreditado, al que hubo que aplicar el protocolo de prevención del suicidio, sea trasladado a una cárcel del País Vasco. Lo ha hecho en aplicación del reglamento penitenciario, donde se establece la posibilidad de un tratamiento especial para los reclusos con enfermedades graves incurables, tratamiento que puede llegar a su clasificación en el tercer grado, aunque esto último ni siquiera se ha planteado para Gogorza. Y lo ha hecho porque la norma establece esa posibilidad, para cualquier tipo de presos, cuando concurren "razones humanitarias y de dignidad personal".
Está claro, por tanto, que la voluntad de nuestros legisladores fue, en su momento, que el humanitarismo penetrara también en el ámbito carcelario y fuera un principio inspirador de la actuación de la administración penitenciaria sobre todo tipo de reclusos, sin que operaran distinciones en función de los delitos que éstos hubieran cometido.
Sin embargo, al saltar la noticia del caso Gogorza, estando en la sede de la Delegación del Gobierno en el País Vasco, la presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, Ángeles Pedraza, ha descalificado la actuación del Ministerio del Interior al señalar su oposición al traslado del etarra y, más en general, al destacar que "nunca" apoyará el acercamiento de presos enfermos de ETA a las cárceles vascas, ni siquiera de los "muy graves" o "los que estén en estado terminal". Cabe deducir, por tanto, de las palabras de esta dirigente de las víctimas que, para ella, el principio humanitario no debiera ser aplicado a los terroristas. No creo excederme si señalo que unas declaraciones así evocan una cierta aspiración de venganza en lo que al cumplimiento de las penas por parte de los etarras se refiere.
Humanitarismo y venganza parecen ser los dos conceptos extremos que concurren en la valoración del caso Gogorza. Dos conceptos antagónicos que conducen a soluciones diametralmente opuestas y, por consiguiente, a políticas penitenciarias también enfrentadas. La adoptada por el Ministerio del Interior, atenta a lo regulado por el legislador, se inspira en la concepción moderna del papel de las penas carcelarias. Recordemos la doctrina que ya en el siglo XVIII formuló Cesare Beccaria: "El fin de las penas no es atormentar y afligir a un ente sensible, ni deshacer el delito ya cometido. El fin no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a los ciudadanos y retraer a los demás de la comisión de otros delitos iguales". La de la venganza, por el contrario, se aparta del derecho y propugna un tratamiento excepcional situado más allá de la dureza que implica el régimen carcelario previsto en la ley. Y se aparta también del sustrato doctrinal sobre el que nuestro sistema democrático ha asentado el tratamiento penal del terrorismo, pues si de algo puede dar lecciones España en este terreno es de haber recurrido a la ley ordinaria –y no a los regímenes de excepción– para luchar contra las organizaciones armadas que pretenden subvertir el orden constitucional.
Acercar por razones humanitarias a un preso de ETA al País Vasco para facilitar el tratamiento médico de las graves dolencias que sufre, no es aplicar ninguna medida de perdón ni puede ser interpretado como una claudicación frente a la organización terrorista a la que ese recluso pertenece. Es, sencillamente, un caso especial previsto en las leyes penales y penitenciarias que ahora están en vigor; unas leyes que, construidas a lo largo de un proceso a veces azaroso y en el que no han faltado las ocasiones inicuas, nos han permitido a los españoles alcanzar finalmente la justicia en el tratamiento del terrorismo. Es cierto que a quienes hemos sido víctimas de éste, singularmente cuando los delitos cometidos han sido irreparables, ni siquiera la justicia puede restaurar el daño causado. Pero ello no autoriza a que, como dijo una vez Jean Améry, la solución a nuestro "conflicto irresuelto" con quienes causaron nuestra desgracia "pueda consistir en una venganza que sea proporcional al sufrimiento padecido". De ahí que, utilizando la expresión del escritor austríaco, "la reivindicación moral de nuestro resentimiento" como víctimas no pueda ser otra que la una reclamación permanente de la justicia a través de la ley y sólo a partir de ella.