Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, no sólo la visión de los bienes materiales sufrió una aciaga transformación sino que, por añadidura, la propiedad privada se vio desprovista del debido respeto… salvo cuando se encontraba en mano de ciertas castas privilegiadas. Las consecuencias de esa visión no sólo fueron aciagas sino que se extienden hasta el día de hoy.
Con motivo de la última entrega de esta serie un lector me envió el siguiente email:
"Hace un momento he leído el último de tus artículos sobre Las razones de una diferencia, y recordaba lo asombrado que me quedé en el Wal-Mart de Tyler cuando, al entregar en la caja una camisa que quería comprar, el cajero (un chico negro), pasó el tiquet por el escáner y salió un precio que era aproximadamente el doble del que yo había visto en el mostrador del producto. Inmediatamente le dije que no era ese el precio que estaba anunciado, que en realidad eran mucho menor (digamos 10 dólares en lugar de 20). Pensé que entonces iba a llamar a un compañero, como suele hacerse aquí, para verificar el precio; pero ante mi enorme sorpresa se limitó a preguntarme: "Are you sure, sir?" Simplemente contesté que sí y el cajero se limitó a anular el importe que le marcaba el ordenador y cambiarlo por el que yo le estaba diciendo. Acto seguido me cobró y me deseó un buen día, y yo salí de allí asombrado, convencido una vez más de que sí, Spain is different. Un abrazo”.
El amable lector tiene razón. La visión de la mentira es muy diferente en naciones donde triunfó la Reforma que la que encontramos en aquellos donde fue la Contrarreforma la que se impuso. Muy unida a esa visión sobre la mentira se encuentra también la del respeto por la propiedad. No voy a volver a repetir lo que ya señalé en otra entrega anterior sobre la visión de la riqueza y de la pobreza. Me voy a centrar por el contrario en la visión de la propiedad privada.
En las naciones donde triunfó la Reforma, el respeto por la propiedad privada quedó firmemente afianzado fundamentalmente porque la Biblia no sólo no tiene nada en contra de ella sino que la considera digna de protección. De manera bien significativa, la Torah mosaica establecía que “cuando alguno hurte buey u oveja, y lo degollare o vendiere, por aquel buey pagará cinco bueyes, y por aquella oveja cuatro ovejas” (Éxodo 22: 1). No sólo eso. También dejaba asentado el principio de que “la casa de un hombre es su castillo” – como diría un anglosajón – al señalar que “si el ladrón fuere hallado forzando una casa, y fuere herido y muriere, el que le hirió no será culpado de su muerte” (Éxodo 22: 2). Semejante visión sigue vigente en legislaciones como la de Estados Unidos por la sencilla razón de que se considera que nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a entrar en una propiedad ajena a robar y si, al perpetrar ese delito, es herido o muerto, simplemente ha recibido el fruto directo de su malvada acción. Ni que decir tiene que en una nación como España donde si un joyero se defiende de un ladrón puede acabar en la cárcel semejante principio es considerado bárbaro, pero es que en España la propiedad privada cuenta con una larga tradición de desprotección salvo que pertenezca a alguna casta privilegiada.
Por cierto, y antes de que alguien se empeñe en contraponer el Nuevo Testamento al Antiguo como si fueran totalmente distintos –clara señal de que no conoce ni uno ni otro–, ha de recordarse que cuando el arrepentido Zaqueo se acercó a Jesús y le dijo que se arrepentía de su vida anterior, a la vez, indicó que estaba dispuesto a pagar el cuádruplo de lo defraudado. Si Jesús hubiera tenido algo que ver con determinadas visiones teológicas que desprecian la propiedad privada, habría rechazado las pretensiones de Zaqueo. Como, por el contrario, Jesús era medularmente judío en su concepción de la propiedad, al escuchar las palabras de Zaqueo dijo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa por cuanto él también es hijo de Abraham” (Lucas 19: 9). En otras palabras, la condición de creyente en el sentido cristiano del término venía expresada en ese caso concreto por el respeto que manifestaba hacia la propiedad privada y el deseo de compensar lo que hubiera podido menoscabar la ajena. Ese regreso a la enseñanza de la Biblia de manera directa explica también el respeto por la propiedad privada existente en las naciones en las que triunfó la Reforma en el s. XVI o que se inspiraron posteriormente en ella como los Estados Unidos y, a la vez, señala por qué nosotros hemos llegado – como italianos, portugueses, argentinos o mexicanos – al lugar donde nos hallamos actualmente.
Nuestra evolución histórica ha sido la de un poder público – político y religioso – que no ha respetado más propiedad privada que la de las clases privilegiadas y que ha llevado, en muchos casos inconscientemente, a millones de españoles a asumir que lo normal en el ejercicio del poder – el que sea – es quedarse con lo ajeno.
Salvo episodios muy concretos – y significativos – en los que determinadas tierras despobladas fueron entregadas a villanos de Castilla para que las poblaran y defendieran, buena parte de la Reconquista – especialmente sus últimos siglos – constituyó un largo ejercicio de despojo del vencido y reparto de ganancias entre los privilegiados de entre los vencedores. Se trató, por otra parte, de un modelo trasladado a las Indias. A diferencia de otros pueblos, los españoles no colonizaban sino que básicamente se apoderaban de inmensas extensiones de terreno y las repartían. Ni que decir tiene que el reparto beneficiaba a las castas privilegiadas – Monarquía, aristocracia e iglesia católica – que, a su vez, entregaban una parte de los despojos a los que los servían con entrega y fidelidad. Por supuesto, esa labor de despojo y reparto se podía legitimar de diversas maneras, pero la realidad resultaba innegable. A fin de cuentas, los indios fueron repartidos en encomiendas y el hecho de que se les bautizara de manera más o menos forzada en la religión católica, de que se les anunciara que eran súbditos del rey de España y de que llegaran a saber que un dominico llamado fray Bartolomé de las Casas consideraba que era mejor esclavizar a los negros que a ellos seguramente no debió consolarlos mucho. Por supuesto, hubo beneficios innegables derivados de la conquista, pero, como sucedió en la Hispania de Viriato, es bastante dudoso que los vencidos lo percibieran así.
Cuando, finalmente, llegó la independencia, Hispanoamérica era el campo de batalla entre una iglesia católica que se aferraba con uñas y dientes a los privilegios derivados del expolio – todavía en 1910 era la mayor propietaria de bienes raíces de México – y una masonería que deseaba realizar el suyo propio. Basta mirar a México, a Argentina o a Bolivia hoy en día para ver que los dados estaban cargados para que las cosas no fueran bien y no precisamente porque se tratara de naciones pobres. Simplemente es que se trataba de entidades en que la propiedad privada no ha sido respetada y las clases privilegiadas, por supuesto, consideraban que la suya era la única respetable. A decir verdad, en ocasiones se tiene la sensación de que cualquier proceso político se reducía a un “tu saqueaste ayer, ahora me toca saquear a mi”.
En España, como en el resto de las naciones marcadas por la Contrarreforma, tampoco la evolución histórica fue mejor.
A día de hoy, la Monarquía – una de las instancias privilegiadas – está salpicada por los escándalos económicos visibles de un yerno del rey aunque, por supuesto, se ha evitado la citación de la infanta para que no quede “estigmatizada”. Lógico ya que la Monarquía está por delante del derecho de propiedad privada de los españoles de a pie.
A día de hoy, la Iglesia católica sigue manteniendo privilegios económicos escandalosos en forma, por ejemplo, de las mismas exenciones fiscales que tan injustamente disfrutan los sindicatos. Semejante situación, nada ejemplar por otra parte, se intenta justificar sobre la base de tres argumentos. El primero, que la Constitución establece la existencia de pactos con la iglesia católica y otras confesiones; el segundo, la Desamortización de bienes eclesiásticos y el tercero, la labor social desarrollada por la iglesia católica. Creo que ni uno sólo de esos argumentos resiste el menor análisis crítico. En primer lugar, es cierto que la Constitución establece la existencia de pactos con las confesiones religiosas, pero en ningún lugar dice que éstos tengan como finalidad privilegios fiscales y económicos. El gobierno puede – quizá incluso debe - pactar la asistencia espiritual católica en colegios, prisiones, cuarteles, etc o incluso la necesidad de que haya una asignatura de religión, pero de ahí a conceder privilegios fiscales a una institución no precisamente pobre mientras los ciudadanos y las sociedades sufren una constante subida de impuestos en tiempo de crisis me parece – sin ánimo de ofender a nadie – no precisamente cargado de moralidad. En segundo lugar, los españoles llevamos siglos pagando la Desamortización. A día de hoy no creo que ni los católicos más cerriles se atrevan a defender que el régimen de manos muertas era aceptable – persona nada sospechosa como Jovellanos lo atacó y tanto Carlos III como Carlos IV hicieron tímidos intentos de acabar con él – pero, de cualquier manera, no se puede defender que la iglesia católica goce de privilegios fiscales porque hace casi dos siglos se desamortizaron sus bienes. Se trata de privilegios fiscales, dicho sea de paso, que no ha reclamado, por ejemplo, a Francia, por la sencilla razón de que la vecina República no consentiría semejante cambalache eclesial. Finalmente, si alguien va a citar los comedores de Caritas – y sin querer desmerecer a nadie – que se lea la parte de El linchamiento dedicada a esta entidad y se entere de cómo se comportó con el director entonces de La Mañana de COPE sin importarle el daño que podía causar a la ilusión de unos niños. El episodio es más elocuente que toda una tesis doctoral. Pero aceptemos por vía de hipótesis que Caritas es angelical y que incluso existen más Caritas de las que ya hay desviviéndose por practicar la caridad. ¿Por qué debería ser ese un argumento para disfrutar de exenciones fiscales y privilegios económicos? A mi juicio, la caridad debería practicarse de manera desinteresada, sin esperar nada a cambio, desprendidamente. Si, por el contrario, se utiliza como argumento para justificar privilegios procedentes de la Edad Media, entonces… entonces me atrevería a decir que, con los matices que se quiera, esa caridad no es la realidad global sino una parte de la excusa para cubrir la realidad oculta.
Esa falta de respeto a la propiedad privada de los otros que son los que deben soportar todas las cargas, lamentablemente, no se limita a la Monarquía o a la iglesia católica. Una ley de la época Aznar colocó bajo la misma etiqueta de privilegio de la iglesia católica también a sindicatos y partidos. Tengo la sospecha de que semejante jugada pretendía poner a salvo los privilegios de la iglesia católica gobernara quien gobernara ya que nadie se atrevería a cuestionar a los partidos y a los sindicatos. Sin embargo, a mi me parece que ése, en realidad, es un argumento poderoso para derogar la más que discutible norma y lograr que, por una vez, todo el mundo pague impuestos en España y que todas y cada una de estas entidades privilegiadas se mantengan con “las cuotas de sus afiliados” por utilizar una frase hecha.
Y – ¡cómo no podía ser menos! – esa mentalidad del despojo y del reparto que tanto daño causa al respeto a la propiedad privada en España tiene además su versión regional. Las católicas Vascongadas y Navarra siguen a día de hoy disfrutando de un cupo bochornoso que se traduce en que el resto de España tenga que pagar sus caprichos y arrostrar sobre su propiedad una parte desproporcionada de los impuestos. Se trata de otra de las consecuencias de las nefastas guerras carlistas atizadas por el clero católico contra la construcción del estado liberal, pero, como en el caso de la Desamortización, deberíamos llegar a la conclusión de que ya está bien de hacernos pagar a todos semejantes privilegios siquiera porque Cataluña – otra región marcada por la presencia de un clero católico aliado descaradamente con el nacionalismo – también desea eludir su carga fiscal cuando ya significa el treinta por ciento de la deuda de las CCAA. Como anticipo de lo que se nos puede venir encima, hace apenas unas horas, el gobierno de Rajoy ha indultado a dos políticos catalanes caracterizados por ser unos ladrones y pertenecer a la democracia cristiana. ¡Ejemplar! Por cierto, no he visto una sola frase de queja en determinados medios que ponen el grito en el cielo cuando los que roban son socialistas… ¡esta España tuerta!
Con esos mimbres de falta de respeto por la propiedad privada, de acumulación de privilegios seculares, de misericordia infinita hacia los que roban y defraudan siempre que sean de los nuestros, ¿puede extrañar que los españoles roben siempre que puedan?
La institución más sagrada ya que dice representar a Dios y que se supone que tiene como una de sus metas la caridad no paga impuestos como el resto de la nación, disfruta de privilegios carentes de justificación, protege parte de su patrimonio inmobiliario con SICAVs e intenta justificar todo con la referencia a los comedores sociales de una de sus entidades.
La institución más elevada en el plano político se ha caracterizado una y otra vez por gastar el dinero de sus súbditos de maneras poco ejemplares y por contar con miembros que no se caracterizaban precisamente por una honradez puritana.
Los partidos que representan a los ciudadanos cuentan con privilegios económicos descarados, tienen en sus filas a no pocos partidarios del añejo principio patrio de “conquista y reparte” y saben arreglárselas para que se indulte a sus ladrones.
Los sindicatos que representan a los trabajadores también acumulan privilegios e incurren en conductas que ellos mismos han calificado de “robo” y “mangoneo”.
En todos y cada uno de los casos, son otros – los sufridos ciudadanos españoles – los que pagan las facturas cuando deberían ser los fieles o los afiliados.
A fin de cuentas, se trata de una consecuencia más de siglos de desprecio por la propiedad privada ajena que han calado en el corazón de los españoles. Es esa falta de respeto que llevaba – para escándalo de mis años infantiles – a los jóvenes de los pueblos a entrar en huertos ajenos a robar fruta; a los empleados de un banco a llevarse bolígrafos o folios; o a los huéspedes de un hotel a hurtar toallas. No creo que en ninguno de los casos se produzca el menor atisbo de cargo de conciencia. A fin de cuentas, la propiedad privada no es digna de respeto alguno.
Recuerdo cómo en la época en que ejercía la abogacía vino a verme un hombre cuyo hijo acababa de ser detenido. Ya me adelantó que no era nada importante, que se trataba de “una niñería”, que “seguramente sólo ha robado unas bicicletas”. Intenté razonar con él que robar bicicletas no era una niñería, que merecía un castigo, que hay que respetar la propiedad ajena. Fue como hablar con la pared porque, a fin de cuentas, vivimos en una cultura que siempre encuentra excusas para absolver al “robagallinas” que no es como el ladrón a gran escala y no lo es porque millones de españoles son “robagallinas” sin concebir el menor remordimiento ya que otras instituciones se aprovechan en mucha mayor cuantía de la propiedad ajena.
He contado en otra entrega algunos ejemplos de esa afición de los españoles por robar objetos tan miserables que casi da vergüenza relatarlo. No exageraba lo más mínimo. Permítaseme remitirme a mi época de director de La linterna de COPE. En una cadena que, por definición, defendía unos valores superiores a los de la media me robaron de mi despacho una edición facsímil del Nuevo Testamento griego de Erasmo (¿por enemistad hacia el humanista holandés o por deseo irresistible de practicar la lengua de Sófocles?), una pluma de oro con mi nombre inscrito y regalada por las víctimas del terrorismo (para revenderla imagino que borrarían el nombre o, quizá, se la pasaron a un coleccionista), libros, objetos personales, etcétera. Un día, harto ya de aquella falta de respeto por la propiedad ajena, comuniqué mi pesar a alguno de los miembros de mi equipo. Supe entonces que a ellos también les habían sustraído desde bolsas de patatas fritas a latas de fabada pasando por piezas de fruta, bolígrafos y otros objetos personales. ¿Por qué sucedía aquello? Desde luego, en COPE mucha de la gente tenía una apariencia más que clara de honradez y no faltaban los que cumplían rigurosamente con sus deberes religiosos. Por otra parte, los salarios de COPE – excluidos los de los directivos y algún director de programa – no eran precisamente para lanzar las campanas al vuelo, pero, sinceramente, no creo que anduviera el personal sometido a una situación tan famélica como perpetrar aquellos hurtos. No, no lo creo como, con el corazón en la mano, tampoco creo que en la COPE hubiera un porcentaje superior de ladrones que en otras radios o empresas, pero la situación llegó a un extremo que me vi obligado a cerrar con llave mi despacho. Estoy convencido de que todos y cada uno de los que robaron pensaban que, a fin de cuentas, podían permitirse hacerlo porque o yo ganaba más que ellos o porque no les caía bien o, simplemente, porque se les presentaba la oportunidad. Y así, burla, burlando, hemos llegado a donde estamos hoy. Si la falta de respeto hacia la propiedad ajena la tienen unos, nos recuerdan que lo hacen por el bien del pueblo y no como ciertas instituciones que durante siglos han vivido de los humildes. Si se da en otros, nos insisten en que, a fin de cuentas, ellos son los que verdaderamente atienden a los indigentes. Por debajo, las masas piensan que, en realidad, son ellos los que están justificados para robar ya que tanto les han robado antes. Al fin y a la postre, no son ni mucho menos pocos los que aprovechan la posición que tienen, por humilde que sea, para no llevarse lo que es de otro. La púrpura, el armiño o los pactos políticos acabarán garantizando la benevolencia hacia los de arriba.
Pues bien, no podemos seguir viviendo así. Si España desea dejar de ser diferente en el peor de los sentidos debe aprender a respetar la propiedad privada. Los españoles han de aprender a no utilizar lo que es de otros, aprovecharse de lo que es de otros o apoderarse de lo que es de otros para beneficio suyo o de sus cómplices. Y no se trata sólo de no robar directamente sino también de no defraudar a los demás en su tiempo o en nuestro trabajo remunerado o de no cargar al prójimo con lo que deberíamos llevar sobre nuestros hombros. En suma, tenemos que asumir que la propiedad privada debe ser respetada siquiera porque sólo una sociedad que respeta la propiedad privada es una sociedad que puede ser libre. Avanzaríamos enormemente si aceptáramos respetar la libertad privada, pero, con todo, no sería suficiente.
(Continuará)