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Antonio Robles

Nochebuena en Fermoselle

Lo más sangrante es que estos campos ignorados sirven aún a los nacionalistas para acusar a Castilla de "expolio fiscal"... Delirante.

Estas navidades he recibido una felicitación muy especial. Un gran profesional del periodismo y amigo me adjuntó, junto a los buenos deseos, un relato fatalista de una época pretenciosa y un paisaje arruinado por los siglos y la miseria. Quizás nuestras conversaciones interminables bajo los cielos estrellados de Castilla me evoquen mayor tristeza. Palabras sencillas para relatar tragedias profundas y olvidadas por todos, incluso por los que las padecen. Lo más sangrante es que estos campos ignorados sirven aún a los nacionalistas para acusar a Castilla de "expolio fiscal"... Delirante.

Viernes 23. Víspera de Nochebuena. Aún es de noche cuando dejamos la capital del Imperio. Por la carretera de La Coruña la crisis es invisible. Permanece la fachada de los años del crecimiento. Ahí siguen las urbanizaciones de lujo, los king's colleges, las residencias con servicio y jardinero, el entramado de empresas, muchas de ellas vacías, de cuando el país miraba con soberbia al mundo. Todo es bello y simétrico: los chalets, los centros comerciales, hasta el seto y el césped cortados con el mimo y la precisión de un peluquero. Por la autopista de cinco carriles circula la fanfarria de antes de la crisis. Son coches grandes, de las mejores marcas, con predominio de los todoterrenos, símbolo y orgullo de aquellos españoles que querían impresionar a sus vecinos. Pero es sólo un sueño. Los últimos baluartes de un reino perdido.

A cincuenta kilómetros, la capital del Imperio ya no existe. Llegan la sierra y las montañas peladas, que este año aún no conocen la nieve. Y en una recta, con fondo de encinas, aparece la soberbia cruz del Valle de los Caídos. Pero enseguida queda atrás, como el zapaterismo y todos aquellos debates insípidos de la memoria histórica. Inmediatamente surge el túnel de Guadarrama, otro ingenio del franquismo, que marca la frontera entre dos mundos: el del Madrid opulento y el de las pobres hermanas castellanas. A la entrada del túnel había sol, luz, el apunte de un día espléndido, pero cuando el coche sale de las entrañas de la montaña, la niebla niega el paisaje y la circulación se convierte en un lento y azaroso sendero, que van abriendo los faros de los coches que nos preceden.

A tientas pasamos por Arévalo, por Medina del Campo, por Tordesillas. Hace cinco siglos el mundo se dirigía desde sus castillos, pero ahora son sólo pueblos humildes, cementerios de historia, que sólo aspiran a ser cabeza de partido. En Tordesillas cruzamos el pequeño gran Duero. Zamora está ya sólo a 60 o 70 kilómetros. La discrepancia está en los carteles de la autopista. La niebla se ha escondido en el cauce del río y por la autovía desierta corremos a buen ritmo, sobrepasando la velocidad permitida. Toro, sus vinos, su bella colegiata, otra vez el Duero y en minutos ya divisamos a la levítica ciudad de provincias, donde el Cid fue armado caballero y un traidor llamado Bellido Dolfos dio muerte al rey Sancho II. ¡Historia, únicamente historia... pero ningún futuro!

Paramos en Zamora. Paseamos de prisa por sus frías calles, comimos churros en la chocolatería de enfrente del mercado, compramos lotería y de nuevo al coche, camino de Fermoselle, en la frontera perdida de Portugal. Siempre la misma rutina. También esta vez cruzamos por el puente de piedra y desde el otro lado del Duero, como siempre, la magnífica y milenaria vista de la muralla, coronada por el cimborrio románico de la catedral. En esa foto está contenida la única edad de oro de la ciudad. Luego, y durante siglos, ya sólo hubo decadencia.

Madrid está ya a 240 kilómetros. Este es también un viaje entre dos crisis. La de la globalización, el déficit y la deuda soberana ha quedado atrás. Ahora nos internamos en otra que es ancestral, eterna, que, según cómo se mire, dura ya cien o mil años. Sayago es la auténtica carretera de la desolación, de la muerte. Sólo falta sembrar cipreses en los bordes de la carretera comarcal para que todo el mundo sepa que se interna en un campo santo. A un lado y otro, pequeños núcleos despoblados, pueblos que fueron y que ahora son aldeas, al límite del desfallecimiento. Reviven algo en los meses de verano, pero esta Navidad parece no haber venido nadie. Cruzamos Pereruela, Fandón, Villar del Buey, Bermillo, que es la capital de la comarca. Ni una señal de vida, ni un alma por sus calles.

Y por fin, el final del viaje, Fermoselle, aquel pueblo orgulloso de los Arribes del Duero, antaño el tercero de la provincia, que a principios del siglo XX llegó a tener 5.000 habitantes. Quedan 1.500, pero parecen menos. Al llegar a casa, el recibimiento de siempre. Es un lujo hablar con mi madre, seguir aprendiendo de los sabios consejos de mi padre. Apenas fue a la escuela, pero cuánto sentido común, qué inteligencia natural.

Paso la tarde en casa y después de cenar, salgo a tomar un café. Desde mi casa a los bares de la Plaza hay casi un kilómetro. No veo a nadie. Me sorprendo escuchando mis propios pasos. Busco persianas levantadas, luz en las ventanas, alguna prueba de vida y apenas las encuentro. Fermoselle parece un pueblo evacuado, una extensión del cementerio. Yo mismo parezco un fantasma o un ánima del purgatorio que peregrina de calle en calle, de recuerdo en recuerdo, buscando por las callejas las risas, las voces, la gente, todo el tiempo perdido.

Paulino Guerra

Fermoselle, Nochebuena de 2011.

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