El Gobierno Rajoy es claramente la Administración Rajoy. Le presta la fórmula con la que se designa a los gobiernos en Estados Unidos, pero en su literalidad. El espíritu administrativo se encuentra en su presidente y en el currículo de buena parte de sus miembros. Los que han hecho oposiciones, los funcionarios, los que han sido ministros y los que fueron secretarios de Estado. Seleccionados, eso sí, de acuerdo a uno de los criterios básicos de nuestros partidos políticos y, por tanto, de nuestra política: la lealtad al jefe. Ha habido más leales que elegidos, pero pasaron –¿o no del todo?– los tiempos de "¡Natalico, colócanos a toos!" Alguno, posiblemente, no ha sido colocado donde deseaba. El conjunto da una impresión gris marengo. Me temo que no habrá posados en Vogue ni estilistas creativos. Se veía venir una entrada en la edad adulta, después de tanta loca juventud y, en efecto, ha sucedido.
Si los gobiernos de Zapatero representaron la llegada al poder de un grupo de apparatchiks con pobre bagaje formativo y exigua experiencia en la gestión pública –nula en el caso del chico de León–, éste de Rajoy pertenece a otra galaxia. Casi resulta un gobierno de tecnócratas, en línea con una arraigada tradición de la derecha, siempre que aceptemos incluir en la categoría a gentes que ocuparon cargos públicos. De ahí, también, el escaso fuste político del equipo. Con la excepción notoria del exalcalde de Madrid. Esa carencia deposita en Rajoy, paradójicamente, dadas sus inclinaciones, el peso político del Gobierno. Porque si él no hace política, otros la harán por él. La política tiene horror vacui. Y las lealtades tienen más límites que las ambiciones.
No podrá encerrarse Rajoy en el despacho por más que le tiente y haya sido su costumbre hasta ayer mismo. Ni circunscribir sus intervenciones al anfiteatro del parlamento. Podrá, sí, pero quizá González Pons deba explicarle en dos tardes que la política, desde el siglo XX, se hace en todas partes y, ante todo, en los medios. A diferencia de su antecesor, el presidente es del viejo paradigma y le gusta la Cámara, no la cámara. Sin embargo, tendrá que mirarla de frente y estar en el candelabro porque la opinión pública es el interlocutor y, ahí, el imperativo mediático es más exigente que el imperativo legal. Y conviene tener algo que comunicar, aparte de datos y balances, máxime cuando ésos no vendrán con regalos sorpresa. Ya dispone de los administradores de las cosas, ahora le falta articular el ideario político y la visión de la sociedad. Ante los focos.