Las revoluciones no las terminan quienes las comienzan y desde el principio estuvo claro –aunque nunca para ilusos– que los jóvenes occidentalizados, de ideologías liberales o socialistas, que derribaron a Mubarak reclamando democracia, estaban haciendo de aprendices de brujo. Demasiado pocos y demasiado aislados de las masas de campesinos y pobres urbanos. Sobre todo, demasiado alejados de la fe de la inmensa mayoría.
Los militares jugaron bien sus cartas a comienzos de febrero. Presentándose como salvadores, contuvieron la represión y sacrificaron a tiempo a su jefe, pactando subrepticiamente con la primera fuerza religioso-política del país, los Hermanos Musulmanes. Consiguieron así mantener su prestigio de "columna vertebral de la patria". Sintiéndose los auténticos representantes de una gran mayoría silenciosa –que nunca se había echado a la calle y se mostraba mucho más adicta a la estabilidad, al orden y a la tradición que a las exóticas innovaciones democráticas– escalaron sus propias reivindicaciones: el mantenimiento de su impunidad legal, de sus grandes privilegios económicos y de una posición por encima de los políticos. Dando por supuesta esa representatividad de hecho, alargaron un complejo proceso electoral –cuyo primer acto comienza este lunes 28– hasta mediados de 2013, en que sería elegido el nuevo presidente. En octubre pasado se les fue la mano en la represión de manifestantes coptos, con 24 muertos, a los que habían abandonado a su suerte frente a la violencia de islamistas radicales que los hostigan de mil maneras y queman sus iglesias. Toda una advertencia para los díscolos con pretensiones revolucionarias.
Los promotores de la insurrección, mientras tanto, se han dividido en decenas de facciones de todos los matices ideológicos, siendo con frecuencia el personalismo de los líderes o aspirantes a tales el principal factor del fraccionamiento con el que se presentan a las elecciones. Los aplazamientos que demandaron para tener tiempo de organizarse frente a las superiores capacidades de los islamistas sólo han servido para eso. La Hermandad, por su parte, no ha tenido dificultades para entenderse con los militares, hasta el momento en que éstos pretendieron convertir sus reivindicaciones maximalistas en principios que deberían quedar consagrados en la Constitución que la nueva asamblea deberá redactar.
Fue ese el momento en el que la Hermandad aumentó su apuesta recurriendo a la concentración en la plaza de Tahrir, el viernes 18. El objetivo no era romper con los militares y poner en peligro lo que resultaba ser, para ellos, las prometedoras elecciones del lunes 28, sino sólo forzarles la mano, por lo que el pulso duró sólo un día, a la vista de que los frustrados elementos democráticos que habían iniciado la revuelta el 25 de enero se habían presentado gustosos a la cita. Cuando el sábado 19 los islámicos levantaron el vuelo, los manifestantes que quedaron se contaban por cientos, más que por miles, pero la desmedida brutalidad de las fuerzas del orden desencadenó un crescendo de violencia que durante cinco días segó 40 vidas y produjo al menos dos mil heridos. Hasta que el jueves 24 cesó la represión y se estableció una tensa calma, con la emblemática plaza alcanzando de nuevo decenas de miles que ahora van directamente a por el poder militar y se dicen dispuestos a no retirarse hasta que lo consigan, despreciando las medias disculpas y limitadas concesiones hechas el jueves y el viernes por la Junta que manda en el país. La cual, por otra parte, ha dejado claro que espera seguir haciéndolo y no reconoce a los manifestantes otra representatividad que la de sí mismos. Una nueva muerte el sábado ha llevado a la convocatoria de nuevas concentraciones que se ciernen como un negro nubarrón sobre los comicios.