El plan para asesinar al embajador saudí en Washington, en un restaurante frecuentado por la alta sociedad capitalina, donde podían haberse producido más de un centenar de muertos –muchos de ellos gente importante, incluida posiblemente más de una figura nacional–, amén de volar la embajada del país y la de Israel, es tan extraño que ha producido primero asombro, luego desconcierto y, enseguida, infinidad de dudas, incluyendo si realmente ha existido la conjura y si ésta, en todo caso, procedía de la cúpula teheraní. Y no porque los hombres del régimen que patrocina una rica variedad de actividades terroristas puedan tener al respecto más escrúpulos morales que Bin Laden, sino porque por muy revolucionarios que sean son también un estado, y como tal está en su interés respetar ciertas convenciones sagradas entre colegas, incluso enemigos jurados, como sucede también en las guerras.
Cuando el pasado martes 11 funcionarios americanos hicieron público el complot, pareció imposible que se aventurasen a realizar revelaciones de tantísima gravedad sin un sólido fundamento, pero el análisis de los detalles conocido y la reflexión sobre las implicaciones desataron una avalancha de razonamientos contradictorios. Como sucede en estos casos, lo que está en juego es la lógica interna, la coherencia con el contexto, el especulativo cui prodest: ¿a quién beneficia?
El muñidor del asunto resultó ser un impresentable irano-americano carente de toda fiabilidad, que utilizaría los servicios de alguna narcomafia mejicana. Su contacto con Teherán era un primo suyo, perteneciente a la alta jerarquía de Quds, la sección terrorista de los guardias revolucionarios, lo cual parece no estar probado.
El argumento esencial para desmontar toda la acusación es que, por un lado, un ataque de esa magnitud, cuyo origen fuera rastreable hasta la capital iraní, obligaría a un bombardeo de réplica, de incalculables consecuencias, contra las sedes del proyecto nuclear islamista, que de ninguna forma puede ser del interés del régimen revolucionario. Por otro lado, toda la trama parece tan burda que de ninguna forma encaja con el profesionalismo de los servicios terroristas de la elite militar.
La primera cuestión que plantean esos razonamientos es que, si se corresponden con los hechos, quienes demuestran una ingenuidad y una incompetencia supina son la CIA y la DEA (la agencia antidroga), que han hecho durante meses el seguimiento de toda la trama, consiguiendo infiltrarla, todo lo cual afecta a grandes franjas de la administración y al mismo Obama, informado de todo el asunto desde finales de la primavera.
Está por demostrar que la hipótesis de una dura y ominosa represalia sea vista del mismo modo desde la orilla septentrional del Golfo, tras todos los desplantes, provocaciones y colaboración en la muerte o mutilación de muchos soldados americanos en Iraq y Afganistán, que nunca han recibido una respuesta proporcionada y contundente. También hay bastante de mito en la supuesta finura profesional en el trabajo terrorista propio y de colaboradores, que tantas veces ha quedado al descubierto.
Todo ello abre un ilimitado campo a las fecundas imaginaciones conspiracionistas.