Prueba de la definitiva hegemonía del cretinismo en nuestro foro público es la creciente subordinación de la razón y la lógica a los sentimientos. Así, para devenir eficaz, un argumento ya no debe incitar al pensamiento sino al llanto, cuanto más incontenible y torrencial mejor. Por algo, no hay negocio más rentable ahora mismo que el de la victimización. De ahí que, poco a poco, el escenario del debate de ideas se haya ido repoblando con una nueva recua de estafadores intelectuales: los estraperlistas de emociones que con ademán compungido dicen apelar "al corazón" del auditorio a fin de hacerle partícipe de su particular contrariedad. He de admitirlo, cada vez que me tropiezo con alguno de esos virtuosos trileros –y trileras– sufro el mismo impulso que Goebbels cuando oía pronunciar la palabra "cultura".
Por lo demás, tal tara contemporánea, la de suplantar el razonamiento abstracto por la conmoción sensitiva, es lo que yace tras la moda de exigir penitencia a los coetáneos por desafueros acontecidos en otras épocas, siglos atrás incluso. Ahora, es sabido, cualquier cantamañanas criollo puede decirse agraviado por Carlos V o Felipe II y reclamar la correspondiente compensación moral, cuando no pecuniaria. Igual que el ínclito Anasagasti, que acaba de demandar excusas formales a Zapatero a cuenta del bombardeo de Guernica. Como si Sonsoles y las niñas hubieran pilotado personalmente los aviones de la Legión Cóndor aquella mañana de abril de1937.
Mejor haría, no obstante, instando a su propio partido, el PNV, a algún acto de pública enmienda por haberse adherido a los sublevados en Álava y Navarra con el ecléctico oportunismo que siempre ha sido marca de la casa. Y, puestos a suplantar cadáveres, a don Iñaki también le cabría suplicar perdón por la traición de Santoña; la más célebre hazaña bélica de los gudaris, cuando se rilaron ante las tropas de Mussolini regalando el frente del Norte al ejército de Franco. Sin embargo, y a diferencia de la estulticia, el fanatismo, la mala fe o la alopecia, ningún hombre puede heredar la responsabilidad moral por los crímenes pretéritos de su ADN; ninguno, ni siquiera el airado Anasagasti. Sosiéguese, pues, el tribuno: nunca los civilizados lo señalaremos a él por los mil cadáveres de ETA. Ésa, infinita, es su suerte.