No les descubro nada si les recuerdo que la educación en España está a la cola de los países de la OCDE, sólo por encima de Grecia. Y dentro de España, Cataluña y Andalucía son las peor paradas. Pero como en Cataluña somos mucho más despiertos que en Andalucía, ya hemos descubierto la solución para acabar con el fracaso educativo. Bueno, en realidad ha sido Ernest Maragall, el consejero de Educación de la Generalidad de Cataluña. Un portento, el rapaz.
Aunque parezca mentira, la fórmula es mágica. En ocasiones los asuntos más complejos se solucionan de la manera más simple. Los Maragall nos tienen acostumbrados a fórmulas tan alejadas del común. Esta es la aportación del último de ellos: si reducimos el criterio objetivo para medir la calidad del fracaso escolar a las calificaciones, y éstas son mejoradas, la calidad del sistema aumenta automáticamente. Dicho y hecho. El Departamento de Educación se ha puesto a la faena. Buena parte de sus esfuerzos pedagógicos consisten en convencer al profesorado de la inutilidad de mantener niveles educativos basados en criterios ilustrados en lugar de aumentar artificialmente las calificaciones de nuestros alumnos.
Más o menos así quedaría formulada la genial aportación de Maragall a la pedagogía moderna: para medir la calidad de la enseñanza debe atenderse, únicamente, a las calificaciones académicas. Si consigo que los criterios de evaluación se hagan más laxos, es decir, que una misma realidad sea calificada con notas más altas, habré logrado elevar el único criterio válido para medir la calidad. Maquillar la ineptitud.
Excelente manera de acabar con los problemas: volverlos invisibles. Hacer ver que no existen. En lugar de intentar actuar sobre el problema mismo, basta con modificar la definición del problema de manera que el problema deje de ser problema.
Me viene a la memoria un caso similar, también en Cataluña. Fue en noviembre de 2007, en la Central Nuclear de Ascó. Un problema en el reactor originó una pequeña fuga radioactiva que, poco a poco, fue contaminando el ambiente de la central. Al poco tiempo, los sensores detectaron la anomalía y se dispararon las alarmas. El nivel de contaminación era mínimo, pero suficiente como para poner en marcha el mecanismo de emergencia. La alarma no paraba de sonar. Había que hacer algo. Finalmente, alguien dotado de una audacia propia de los Maragall, tomó la decisión: había que acabar con la emergencia, era necesario detener la alarma. A grandes problemas, soluciones simples. Ordenó que se manipularan al alza los sistemas de detección, de manera que el nivel de emergencia que disparaba la alarma quedara unos puntos por encima de la que se registraba en aquellos momentos. Instantáneamente las alarmas dejaron de emitir aquel zumbido que tanto molestaba. Operarios y autoridades competentes pudieron, por fin, dormir tranquilos.
La central estuvo contaminando el ambiente hasta que, semanas después, una estación de la Generalidad situada en el exterior de la central detectó en la atmósfera niveles de radiactividad inusualmente elevados. Fue el fin de la emergencia y podría haber sido, de paso, el fin de todas las emergencias. Increíble.
La baja intensidad de la radiación llevó al responsable de seguridad a interpretar las consecuencias. Y decidió interpretarlas a la baja, como si los protocolos de seguridad pudieran maquillarse en función de sus record de seguridad; o sea, de sus intereses. Es un caso de irresponsabilidad tan grande que uno se resiste a creer cómo pudo llegar a ser responsable de seguridad. Como me resisto a aceptar qué hace Ernest Maragall al frente de la Educación a la que desprecia.
Puede que alguien considere que la comparación entre la seguridad nuclear y el desprecio por la educación sea excesiva. A mí no me lo parece. El maquillaje de la ignorancia es una política educativa infame. No se me ocurre un caso de cinismo más repugnante. Manipulamos la alarma y se acabó el problema.
No estaría de más que en las instancias de principio de curso, como la etiquetas de control de calidad que llevan los productos alimenticios y farmacéuticos, llevara la siguiente leyenda firmada por el Departamento de Educación: "Queridos alumnos de la enseñanza pública, estamos preparándoos para convertiros en carne de cañón. Pero tranquilos, seréis carne de cañón con un expediente académico cojonudo".