No lloraré si Madrid no consigue la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Ni siquiera me llevaré un pequeño disgusto. Padezco de una instintiva aversión a los acontecimientos planetarios, que tanto gustan a Leire Pajín y, en especial, a los que arrastran multitudes. De las Olimpiadas barcelonesas no me enteré. Me alegré de que el Mundial de Fútbol del 82 me coincidiera en Níger, donde los hombres del desierto veían por la noche los partidos en la tele que algún vecino sacaba a la veranda. Pero no elevo mis manías a criterio. De representar un beneficio para la ciudad y el país que las alberga, me sacrificaría y me resignaría a apoyarlas. Pero no haría nada de eso por las ambiciones políticas de nadie, que es lo que aquí, con Gallardón, estaba en juego.
La experiencia muestra que las ventajas de convertirse en sede olímpica son, cuando menos, discutibles y dudosas. Es regla que las ciudades queden endeudadas hasta las cejas y excepción, que obtengan superávit. Cierto que hay una parte del negocio, pues eso es al fin y al cabo, que no reflejan las cuentas. Notoriedad, publicidad y todo lo que de ello cuelga. Más las infraestructuras que permanecen. Pero, a la postre, el contribuyente paga la factura de una grandiosa fiesta de la que sólo se lleva las migajas.
Madrid es la ciudad española que acumula mayor deuda. Aunque abunda el gobernante aquejado de síndrome faraónico y adicto a las fantasías de la ingeniería urbanística, Gallardón supera a todos. Coubertin, al refundar los Juegos, les dio como divisaCitius, Altius, Fortius,(más rápido, más alto, más fuerte) y el alcalde madrileño, que quiere llegarmuuuyarriba, añadió hace tiempo el corolario de más gasto. Su oscuro objeto de deseo es alcanzar la cima de La Moncloa a través de un camino empedrado por el pagador de impuestos. Y siempre en amor y compañía de lospoderes fácticosdedicados a introducir al PP en el lecho de Procusto de sus intereses. Madrid no perderá nada con el desprecio olímpico. Gallardón, sí. Son gajes del deporte de riesgo.