El asesinato de dos miembros de la revista Millenium pone al descubierto una sórdida trama de prostitución ilegal, y a la Policía tras la pista de la prófuga Lisbeth Salander, de alguna manera relacionada con los hechos. El periodista Mikael Blomkist decide entonces seguir el rastro de la muchacha antes de que los criminales la encuentren primero. No obstante, la Salander está ya embarcada en su propia cacería…
Con Daniel Alfredson moviendo la cámara en vez de Niels Arden Oplev –Alfredson es hermano del director de la prodigiosa Déjame entrar-, el espectador desde luego no va a notar diferencia alguna. Y es que tras el eterno título de la entrega en cuestión sólo encontraremos, en definitiva, el nulo pulso de una estética televisiva entendida en su peor vertiente para ilustrar un guión carente de tensión, que echa por tierra la mayoría de las virtudes literarias que se adivinan tras las parcas maneras de un producto sin vida.
Si en la entrega precedente tal grado de grisura se perdonaba gracias al factor sorpresa y ciertos recovecos sórdidos de la trama, aquí el meollo aparece difuminado por un argumento que mezcla cierto trasfondo de denuncia social con elementos de drama familiar, sin que aparezca el más mínimo propósito de que una cosa se arregle con la otra. Con un montaje paupérrimo (por su aplastante linealidad) y una adaptación todavía peor (se ha podado un libro sin realmente adaptar un comino), Millenium 2 acaba siendo un verdadero fastidio de película, además de otra ocasión perdida para un thriller como Dios manda.
Una pena, porque el puzzle ideado por Larsson daba para más. Sometidos a una nula incertidumbre y a un tono monótono, impresiones reforzadas por la premura de su confección, a un servidor no le atrapan ni la estética descuidada del evento ni su nula energía. Millenium 2 es un film empalagoso, adormecedor, muerto.
En un lugar secundario quedan las bondades del producto. El interés del escenario sueco y su idiosincrasia social aparecen reducidos a una mera anécdota (el remake estadounidense se revela así perfectamente plausible), de modo que sólo queda apoyarse en alguna que otra escena (como la que desarrolla en un granero con dos personajes secundarios) y, sobre todo, en la labor de Noomi Rapace, la mejor Lisbeth Salander imaginable y la única a la altura del material manejado. Su sociópata macarra, víctima y verdugo, sí merece la categoría de icono, pero ni ella puede salvar ya el nulo interés por la tercera parte, o la cuarta, o las que vengan.