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Contra Franco vivíamos mejor

Autor:
Juan P. Ledesma
Fecha:
2025-03-14
Hora:
22:15:09

Como gélido habitante de Berlín en invierno, decidí escaparme a la búsqueda del mítico Carnaval de Santa Cruz. Desde diversas ciudades alemanas al aeropuerto de Tenerife Norte —antiguo aeropuerto de Los Rodeos, abierto finalmente al tráfico internacional en los años cuarenta— hay continuos vuelos directos debido a la masiva afluencia de turistas alemanes, así que no me fue difícil encontrar uno lo suficientemente económico. No sin un poco de aprensión tomé tierra en la misma pista donde tuvo lugar el accidente más mortífero de la historia de la aviación (27 de marzo de 1977) y que, entre otras razones, llevaría a la creación de otro aeropuerto en el sur de Tenerife.

Cuento con algunas amistades en la isla que me proporcionaron alojamiento y compañía, así que nos dispusimos a salir alegremente el lunes de carnaval. El centro de Santa Cruz es un tanto ecléctico en su arquitectura y diseño, aunque no le falte el encanto de calles peatonales-comerciales y de frondosos parques de añeja raigambre. Ciertamente que el "casco antiguo" se reduce a la iglesia de la Concepción (cuya torre dan en llamar la giralda de Tenerife) y un par de viejos edificios adyacentes que han quedado como museo. Por allí pasamos y, tras cruzar las líneas del famoso tranvía que comunica Santa Cruz con La Laguna, nos adentramos en la bulliciosa calle Castillo hasta llegar a la Plaza de la Candelaria, bautizada así en honor de la patrona de Tenerife.

A pesar de que lloviznaba y se habían suspendido muchos eventos por esa razón, encontramos un grandioso escenario que quería ser la madre de todo el jolgorio, evidentemente sufragado por el ayuntamiento y con grupos mayoritariamente gais y trans, ya que está tan de moda. De hecho, muchas murgas y comparsas exhibían, quizás engañosamente, aspectos sexuales equívocos o, por decirlo más correctamente, genéricos o "de género", que no es lo mismo pero es igual. Como ni mis amigos ni yo somos de esa cuerda, merodeamos por todos lados buscando otro tipo de música y la encontramos poco más o menos en la Plaza de España y sus aledaños. Deambulamos por la Avenida Marítima y nos retiramos bastante pronto dada la poca animación general, contra lo que uno supondría en un carnaval de esta fama. No sospechábamos que por allí mismo, a eso de las cinco de la mañana, un joven de otra isla moriría en brutal reyerta... Lo que sirvió como excusa para suspender todas las actividades del carnaval al día siguiente. Hoy miércoles es, macabramente, el entierro de la sardina, pero como yo no tengo ninguna sardina que enterrar porque no me he corrido la juerga con la que contaba, no arrastro resaca y llevo dos días leyendo tranquilamente. Otra noticia que ha surgido en relación con este tema es que se exige la retirada de los anagramas con los que se decoran las casetas que sirven de puestos de vigilancia de la policía local, porque al parecer al ayuntamiento se le ocurrió la simpática broma de poner la figura de tres tipos encorbatados con gafas del tipo "caiga quien caiga" (CQC). Parece que todo el mundo está muy sensible, pero en todo caso hay un gran despliegue de efectivos de las fuerzas del orden que incluye a la policía local, a la policía nacional y a fuerzas especiales desplazadas desde Madrid (UIP y UPR), más los 490 guardias civiles que controlan tráfico y transporte auxiliados por perros adiestrados. Sin contar con la Unidad de Intervención Policial y la Unidad de Prevención y Reacción, cuyo número no he podido averiguar, hablamos de cerca de 1.500 agentes movilizados en aras de nuestra seguridad. El lenguaje es casi militar, evocándome extrañamente el régimen que andaba prohibiendo carnavales (aunque luego tuviera que tolerarlos).

El día está triste, sin duda. Se me ocurren un par de reflexiones que algunos encontrarán extemporáneas, pero que me voy a permitir expresar para épater no al burgués, sino al temeroso-neurótico ciudadano de nuestros días. Hay mucho miedo cuando la gente se disfraza, fuma, bebe y busca sexo desordenadamente, pero en esta ocasión, por lo menos, no había de qué: la gente, en general, no se divirtió o esa fue al menos mi percepción. Tengo en mi haber bastante fiesta en el cuerpo, porque viví los convulsos y peligrosos años de la Transición, y puedo comparar. En efecto, el carnaval de Tenerife ya no es lo que fue, y podríamos preguntarnos por qué. Si esos jóvenes canarios que se pelearon en la madrugada del martes de carnaval se lo hubieran pasado bien, tal vez no hubiera estallado ninguna reyerta entre ellos, porque, al contrario de lo que se supone, los conflictos no surgen por el exceso de diversión sino por la falta de ella. Me explico recordando cómo antes nos extrañábamos de esos guiris que venían a las costas de la península, baleares y canarias —entonces no había comunidades autónomas que obligaran a especificar más— en busca de sol y épicas borracheras que acababan mayormente a mamporros. Los españoles nos preciábamos de "saber beber" y mantener una actitud cordial en medio de la euforia, aunque es posible que la gente entonces no estuviera tan cargada de tensiones anímicas. Y cuando se habla del alma es casi preceptivo mencionar a Freud, gran descubridor de las fuerzas ocultas no racionales que nos inducen a actos de los que luego pudiéramos arrepentirnos, como, por ejemplo, una súbita cólera irrefrenable.

Precisamente al final del duro invierno y en los meses que se presiente la primavera, que la sangre altera, es claro que el carnaval surgió como contrapartida o "desahogo" frente a la antes represiva sociedad —sociedad disciplinaria—, pero al evolucionar ésta a una libertaria (en el aspecto personal) donde reina el libertinaje, el carnaval pierde su sentido a pesar de los esfuerzos de las autoridades por mantenerlo con un gran despliegue de actos, eventos y celebraciones. Un signo de lo mucho que han cambiado las cosas es el de nuestras administraciones organizando verbenas, carnavales y fiestorros, cuando antaño se trataba de celebraciones populares contempladas con franca desconfianza por parte de la autoridá.

Ciertamente que el carnaval se toleraba porque no había más remedio o porque, en el fondo, se veía como válvula de escape para el sufrido pueblo, aunque había mucho miedo de que se saliera de madre. Haciendo un juego de palabras y poniéndolo en términos freudianos: antes los que éramos jóvenes nos rebelábamos contra el padre represor (el Superyó o la dictadura, si se quiere en términos políticos), ahora los jóvenes no saben frente a quién rebelarse —que no revelarse, hasta tal punto es significativa una consonante en castellano— porque todo está permitido e incluso fomentado por las instancias superiores. ¿Pero es que hay que rebelarse contra algo, o es incluso superflua la rebelión cuando todo parece ir bien pero hay un malestar social de todo punto inexplicable?

Evidentemente el carnaval es un gran negocio para Tenerife, porque se trata de aprovechar el crédito acuñado en el pasado para "vender" un evento turístico más en una isla que vive casi exclusivamente del ídem. Es además un motivo de orgullo para los tinerfeños, poniendo su carnaval muy por encima del de las otras islas canarias e incluso por delante del de Río de Janeiro. No obstante, desde la pandemia y mucho antes, la obsesión por la seguridad y el exceso de organización está ahogando las manifestaciones espontáneas del personal. Mientras se planifican actos "absolutamente seguros", se descatalogan o cancelan otros en aras de la sacrosanta seguridad, como prohibir cada vez más senderos por la isla y mantener cerradas instalaciones que cuestan tiempo, personal y dinero. La seguridad, insisto, es el subterfugio perfecto para recortar libertades, como bien sabemos desde la pandemia, porque apela al miedo. Y con miedo no hay diversión que valga. Con administraciones sobredimensionadas que tienen que justificar su labor para ganar votos o mantenerse en el poder, la doble moral de los españoles se pone en juego mejor que nunca. En ese aspecto eran preferibles los de antes, humanamente hablando, que por lo menos daban la cara cuando prohibían algo.