El escándalo está servido, el presidente Bush ha propuesto a su secretario adjunto de Defensa como presidente del Banco Mundial. Un halcón belicista, uno de los más destacados jefes de la todopoderosa cábala neocon, un teórico del militarismo norteamericano y uno, si no el más, directo responsable de la guerra de Irak al frente de un organismo multilateral. Las huestes pacifistas se llevan las manos a la cabeza ante tal provocación. Y tienen razón.
Bush ha elegido conscientemente a Wolfowitz, porque pocos mejor que él pueden llevar adelante el cometido. Se trata de un ascenso, no de una digna retirada. Se busca, una vez más, “transformar” una institución, cambiar el sentido de una política. Si el Banco Mundial es un organismo clave para fomentar el desarrollo, lo que ahora se busca es que su actividad se inserte en la nueva estrategia para el Gran Oriente Medio.
El crecimiento del islamismo es la consecuencia de la humillación que para muchos musulmanes supone la decadencia de sus pueblos, el fracaso comparativo de su “civilización”. No es un problema de pobreza -Osama no tiene dificultades para llegar a fin de mes- sino de frustración. Los dirigentes musulmanes, y muy especialmente los árabes, tienden a la dictadura y a la corrupción, con sus corolarios de estancamiento económico y miseria. La solución pasa por modernizar la región, combatir la corrupción, abrir los mercados, generalizar una educación de calidad, ampliar los servicios sociales y, en general, dar a aquellas gentes una opción de futuro.
El Banco Mundial es un instrumento útil e importante en esta estrategia. Al tener como objetivo el análisis económico y la concesión de créditos, está en condiciones óptimas para combatir la corrupción y animar la reorganización de los mercados. Y eso es lo que Wolfowitz va a hacer, volviendo a sus comienzos, cuando realizaba una Tesis Doctoral sobre la desalinización de las aguas marinas y el combate contra el subdesarrollo.