El 10 de julio de 1997, la causa de la libertad saltó adelante en España, redimida por el calvario de un joven de Ermua. A las 15:25 horas de ese jueves, Miguel Ángel Blanco Garrido, de 29 años, fue secuestrado a las puertas de la estación de Eibar cuando volvía, como cada tarde después de comer en casa de sus padres, a su puesto en la firma Eman Consulting.

Miguel Ángel era concejal del PP en Ermua, a donde habían llegado sus padres desde Galicia en busca de una vida mejor. Irantzu Gallastegi Sodupe, alias Amaya, lo abordó nada más salir del apeadero y lo condujo a un coche en el que aguardaban Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, y José Luis Geresta Mujica, Oker.

Una llamada a Egin transmitió, minutos después, los términos del chantaje: todos los presos de ETA debían ser reagrupados en cárceles del País Vasco en un plazo de 48 horas, o matarían a Miguel Ángel Blanco.

Diez días antes, el 1 de julio, la Guardia Civil había liberado en una fulminante operación al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, después de 532 días de tortura y cautiverio en un cubil inhumano. ETA respondió con el sadismo y la crueldad que sólo se adquieren después de haber asesinado a cerca de 1.000 personas.

A las cuatro en punto de la tarde del sábado 12 de julio de 1997, justo cuando vencía el plazo quimérico fijado por los terroristas, Txapote descerrajó dos tiros a bocajarro en la cabeza cubierta de Miguel Ángel, en un monte cercano a Lasarte. Lo encontraron unos cazadores, tumbado boca abajo y con las manos atadas por delante, inconsciente aunque con un hilo de vida. Sus lesiones eran irreversibles y falleció hacia las tres de la madrugada del sábado 13 de julio en el mismo hospital de San Sebastián donde otro sanguinario etarra, Ignacio de Juana Chaos, se ha respuesto de su falsa huelga de hambre, en un régimen semi-turístico, gracias a un beneficio penitenciario concedido por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

El secuestro, tortura y asesinato de Miguel Ángel Blanco inundó de rabia y dolor la sociedad española, pero también significó el fin del miedo y el nacimiento de un movimiento cívico de libertad que inspiró la política antiterrorista más eficaz conseguida hasta ahora contra ETA.

Más de seis millones de personas se echaron a la calle en aquellos tres días de julio para plantar cara al Mal, anunciar a los terroristas que la Democracia iría a por ellos y empujar a los gobernantes a perseguir con toda la fuerza de la Ley la derrota de los asesinos.

El Espíritu de Ermua provocó un repliegue del nacionalismo vasco, aturdido por la fuerza del movimiento cívico y temeroso de perder su poder. Aquella reacción desembocó en los Pactos de Estella-Lizarra del PNV y ETA, por los que ambos se comprometían a impedir la presencia de partidos no nacionalistas en el gobierno de las instituciones vascas.

Diez años después, la fuerza cívica contra ETA ha sido sustituida por la negociación del Gobierno del PSOE con los terroristas, pero Ermua sigue siendo, para millones de españoles, la referencia cierta de que es posible derrotarles, no sólo con las Leyes sino también en la calle, donde más fuertes e impunes se han sentido siempre.

España sigue recordando con rabia y angustia, pero también con emoción por el clima de unión que se alcanzó, los tres días que transcurrieron entre el secuestro del concejal del PP en Ermua (Vizcaya) Miguel Ángel Blanco y su asesinato a manos de ETA.

Con ETA de nuevo en las instituciones, rearmada y dispuesta a seguir matando después de al menos tres años de conversaciones secretas con el PSOE y con el Gobierno de Rodríguez Zapatero, el regreso a Ermua significa, no sólo la rememoración de uno de los momentos de mayor dignidad de la sociedad española, sino también la recuperación del único rumbo posible para acabar con el terrorismo sin entregar la libertad ni la justicia.





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