La más ambiciosa de las operaciones urbanísticas de Alberto Ruiz Gallardón, el proyecto Madrid-Río, ha abierto una herida en el mismo centro de Madrid. Pasados los años buenos de inauguraciones, discursos grandilocuentes y planes de convertir en sólo dos años la antigua M-30 en una edición alargada y aumentada de El Retiro en la ribera del Manzanares, la cruda realidad del déficit, la imprevisión y la chapuza ha terminado por imponerse.
Un proyecto echado a perder
En la última campaña electoral, durante la primavera de 2007, Gallardón inauguró ufano tres trocitos de lo que iba a ser la mayor zona verde de la ciudad. Se trataba del pomposamente bautizado Salón de Pinos (en el mundo real dos hileras de pinos carrascos en la Avenida del Manzanares), del Huerto de la Partida, extensión de la Casa de Campo, y del ajardinamiento de la Avenida de Portugal. Hoy, dos años y medio después, estas tres áreas siguen siendo las únicas que pueden presumir de verde, enharinado, eso sí, por la polvareda de las obras vecinas.
El resto, a una ribera y a otra, es un continuo kilométrico de explanadas terrosas, descampados que forman parte de la cubierta del túnel, basura, restos de las obras de soterramiento, excavadoras, grúas y toneladas de polvo que todo lo impregna. El río, entretanto, ha vuelto a ser, 40 años después de su canalización, un hilillo de agua donde los patos chapotean, ya que no pueden nadar porque tocan el fondo con las plumas.
El Poblado de Arganzuela
Durante la presente legislatura se ha trabajado a cámara lenta, aunque el consistorio ha mantenido la infatigable campaña propagandística sobre las bondades y la inmediatez de un megaparque con playa fluvial incluida que no llega nunca. Apenas algunas las pasarelas de diseño sobre el río que languidecen solitarias en mitad de la nada, porque el acceso a las orillas está prohibido en todo el tramo de obras. Sobre el papel Madrid iba a ganar un río, sobre el terreno Madrid ha ganado un nuevo e inesperado asentamiento de chabolas, varias hectáreas de descampados, insalubridad y problemas.
El poblado del Manzanares es todavía pequeño. Joaquín y Manuela, dos indigentes que viven en un banco dentro de las obras, uno de los que, en tiempos, pertenecieron al Parque de la Arganzuela, remarcan que “aquí no hay nada, somos cuatro… y, dos rumanos, vamos, nada que ver con los asentamientos de por ahí”. Parte de razón no les falta, lo de Arganzuela no es -al menos aún- ni La Celsa ni Las Barranquilas. Entre la calle Yeserías y el río se extiende un inmenso descampado donde, por ahora, sólo hay dos chabolas propiamente dichas, el resto de sus habitantes duermen por donde pueden.
En total, dice Joaquín, “esto es una persona que vive allí, por allí viven tres y aquí otra…” En total cinco indigentes, pero que, en breve, serán seis. La pareja rumana que ocupa una de las infraviviendas está esperando un bebé que nacerá en breve, “antes de Navidad”, dice Manuela, “porque la niña tiene un bombo que pa qué”.
El miniasentamiento de Arganzuela lleva en pie, según sus ocupantes actuales, “desde hace años, más o menos desde que se terminó la cosa del túnel”. Manuela, que asegura que es del barrio de toda la vida, lo recuerda perfectamente: “pues acabaron con lo del túnel y esto se quedó así, abandonado y nos vinimos algunos, y ya ves tu que bien que se está”. Joaquín tiene dos perros, los dos negros y los dos callejeros, como su dueño, dice que él sólo viene de visita a ver a su amiga. “Por la noche, ahora que hace frío, hacemos un fuego con esos palés y tan ricamente”.
Los rumanos tienen cocina propia a la puerta de la chabola, una parrilla construida con bloques de cemento en los que ésta ni siquiera encaja. Tienen también un carrito de supermercado para llevar y traer cosas. El chamizo está a unos 20 metros del río, que fluye a ras de suelo bajo la canalización. No es una terraza con vistas a la playa sino un inhóspito solar con cascotes, tubos de hormigón y basura, lo más parecido al sur de Beirut que he encontrado en el centro Madrid. Uno de los tubos hace las veces de retrete al aire libre, orientado en sentido norte sur para que los vecinos de Usera y los de Arganzuela puedan ver la operación, que se repite varias veces al día.
Al poblado no le falta su avenida principal, un improvisado camino de tierra salteado de baches por el que ahora transitan las excavadoras y los volquetes de las obras cercanas. Los operarios ni ven, ni oyen, ni hablan. Los mendigos, en cambio, tienen buena opinión de ellos. “Son mu buena gente”, asegura Joaquín, “a veces nos encargan que les vayamos a por una Fanta y les hacemos el recado”.
Al otro lado de la valla, en la calle Yeserías, Madrid vuelve a ser Madrid, con su tráfico, sus cochecitos de niño por las aceras, sus abuelos de paseo, sus quioscos y sus bares. El dueño de un quiosco de la acera opuesta se lo toma con resignación: “esto se hizo hace dos años y pico y lo han dejado ahí, abandonado”, “aquí teníamos un parque muy majo (el de Arganzuela) y había, ya te digo, bastante movimiento, pero desde que no está se nota, la gente ya no viene tanto a pasear. Esta calle era un chorreo de gente y desde que eso está levantado pues nada de nada”.
Los vecinos del barrio miran el paisaje suburbial que se ha colado delante de sus casas y aguantan estoicamente… “somos España, aquí vamos todos a Cibeles a protestar contra la invasión de Afganistán, pero no de lo que tenemos delante”.