Admirar la obra de un artista no implica aceptar sus postulados políticos, ni sentir simpatía por los manifiestos que firma, ni compartir sus fobias, resultado muchas veces de ignorancias oceánicas. Esta separación obligada, o la simple constatación de tanta grosería intelectual, de tantas lagunas culturales en buenos poetas galardonados, notabilísimos pintores e inspirados cantantes me parecen a mí obvias, aunque no deben de serlo. El artista “comprometido” es un eficaz invento comunista de la primera mitad del siglo pasado que encontró en Francia su máxima expresión. El tiempo, el cambio endiablado de premisas y realidades que muchos se empeñan en seguir encajando en esquemas mohosos, ha convertido, por ejemplo, a los epígonos españoles de los grandes cantautores francófonos –cuando tienen arrebatos de “compromiso”– en tristes caricaturas. Pero el tiempo suele gastarnos esas bromas.
Mi opinión política de Serrat no puede empeorar desde que oí como le rogaba desde el escenario a Felipe González, en pleno mitin electoral: “¡Danos más de lo mismo!” Pedirle más de lo mismo a Mister X –que sonreía complacido desde la primera fila– tan tarde como en 1993, es algo que repugna a cualquier ciudadano informado: ¿Qué deseaba exactamente el noi del Poble Sec, más GAL o más corrupción? ¿El 24 % de paro le parecía poco? Antes de las últimas elecciones autonómicas firmó un manifiesto donde se tildaba a los adversarios políticos de “enemigos de Cataluña”. Bien, todo esto no ha alterado mi profunda admiración hacia el artista Serrat, autor de las más bellas canciones que se han compuesto en España en los últimos cuarenta años.
Hay otro artista del mismo barrio de Barcelona, el Poble Sec, que fue el alma del legendario Zeleste de la calle Platería, hoy Argenteria, a mediados de los setenta. Se trata de Jaume Sisa. Fascinó a su público desde aquel inolvidable Qualsevol nit pot sortir el sol y desencadenó nuevas formas de percepción. Lo fui a ver en múltiples ocasiones, allí y en el Karma de la Plaza Real. No he olvidado la impresión que me causaba su voz increíble, los arreglos con retazos a lo Bowie, la flauta travesera, las letras que remozaban la poesía surrealista proponiendo rebeliones estéticas inmediatas e irrevocables. He puesto tantas veces su disco La galeta galàctica que parece mentira. Hay otro disco, La Catedral, que es inseparable de ciertas noches en un palacio del Barrio Gótico.