Las dos legislaturas de gobiernos populares arrojan el balance más positivo de la historia moderna de España. Y en cualquier otra democracia homologable a la nuestra, un jefe de gobierno responsable de esos logros que, además, abandona el poder voluntariamente en la cima de su carrera política, habría recibido, cuando menos, una despedida cordial por parte de la oposición. La misma que, por cierto, le dedicó Maragall a Jordi Pujol cuando tomó posesión de la "herencia" del ex honorable. Sin embargo, la forma en que la oposición despidió a José María Aznar en su última intervención ante el Congreso no pudo ser más zafia ni más hostil. Y esto es un síntoma de varias realidades inquietantes.
La primera, que los partidos de la oposición, con el PSOE a la cabeza, han abandonado el terreno del debate político entre leales adversarios –como ya hicieron con ocasión del naufragio del Prestige y de la guerra contra Sadam– para declarar una guerra abierta al PP, por el sólo hecho de ocupar éste el Gobierno y con la intención de desalojarlo cuanto antes de las bancas azules. La segunda, que para lograr ese fin –en principio, completamente legítimo, siempre que transcurra por cauces democráticos–, el PSOE, IU y los nacionalistas carecen de un programa de gobierno alternativo que mejore o pueda equipararse al del PP. Y la tercera, que esa incapacidad para atender las necesidades y resolver los problemas que realmente preocupan a los ciudadanos, unida a la voluntad de llegar al poder a cualquier precio y lo antes posible, ha echado al PSOE en brazos de quienes necesitan y anhelan la ruptura del marco legal e institucional para lograr sus fines.
La firma del pacto de gobierno con ERC por parte de Maragall, y el posterior refrendo de Zapatero y de Chaves –quien, además de ser presidente de la Junta de Andalucía, es también presidente del PSOE– vienen a significar, como ya hemos dicho en alguna ocasión –y como también señaló Cristina Alberdi, quien afirmó que la responsabilidad de dirigir el segundo partido político de España les venía grande a Zapatero, a Blanco y a Caldera– la renuncia del PSOE a su vocación de partido nacional y español. Precisamente porque, en las circunstancias actuales, el PSOE de Zapatero es incapaz de llegar al gobierno en solitario con un programa de gobierno para España que pueda competir con el del PP. La única esperanza de Zapatero y su equipo de llegar a La Moncloa es que el PP no obtenga en las generales de marzo la mayoría suficiente para gobernar. Y, asimismo, la única esperanza de los nacionalistas vascos y catalanes –donde también hay que incluir a Maragall– de llevar a cabo sus planes con una apariencia de normalidad y legalidad es que el PP quede en minoría, aislado y marginado. Exactamente en los mismos términos excluyentes y antidemocráticos que prevé el pacto de gobierno entre Maragall, Carod y Saura.
Por otra parte, es fácil de comprender por qué Zapatero y Chaves se suman a las demandas de Maragall en lo que toca a la "autonomía" fiscal y a la conversión del Senado en una cámara de representación autonómica: si el PSOE no puede llegar al poder central por vía directa, puede intentar adquirirlo a través de las autonomías. El control de la recaudación de impuestos es una pieza clave, quizá la más importante, para el control del poder. Y en cuanto al Senado, el principal beneficiario de convertirlo en una cámara de veto autonómico sería el PSOE: no hay que olvidar que los socialistas gobiernan en Asturias, Cantabria, Aragón, Castilla-La Mancha, Extremadura, Andalucía, en Cataluña –nominalmente– y a punto estuvieron de hacerlo en Madrid y también en Baleares.
Si se tiene en cuenta todo esto, no es difícil aventurar cuáles serán los mensajes que el PSOE, los nacionalistas y sus aparatos mediáticos desplegarán en los próximos meses: el legado del PP es una España insegura, aislada en Europa, que no ofrece oportunidades a los jóvenes, crispada, dividida, aislada internacionalmente y en peligro de desmembración por culpa de la sumisión de Aznar a Bush y por su intransigencia con los nacionalismos democráticos. Sólo un nuevo modelo de Estado consensuado con los nacionalistas, una "nueva transición" pilotada por el PSOE, podrá hacer posible la convivencia pacífica y la estabilidad política e institucional quebrada por la intolerancia y la insensibilidad del PP. Sólo un gobierno de coalición de todas las fuerzas democráticas –salvo el PP– podrá devolver a una España plural la esperanza de futuro de progreso y de una democracia de calidad.
Huelga decir que la realidad apenas tiene algún punto de contacto con este cuadro, cuyos primeros esbozos ya comienzan a aparecer en los medios de referencia de la izquierda (en este sentido, el título del editorial de El País del domingo es suficientemente revelador: "Comienza la campaña"). Porque se trata, ni más ni menos, de crear un nuevo "Frente Popular" político y mediático –cuyo primer ensayo tuvo lugar durante la guerra de Irak– que por medios legales o ilegales, legítimos o ilegítimos, mine a ojos de la opinión pública la credibilidad del Gobierno, niegue su legitimidad para ejercer el poder y presente al PSOE como la única alternativa posible para evitar la "tragedia" prometida por Maragall si no se atienden las demandas de sus socios de gobierno.
El audaz desafío de la oposición, especialmente en lo que toca al PSOE, no es más que un síntoma de su tremenda debilidad, una huída hacia adelante que poco o nada tiene que ver con los problemas y necesidades reales de los ciudadanos. Sin embargo, las habituales carencias del Gobierno y del PP en materia de comunicación dejan un peligroso margen de maniobra a quienes no les importa desmontar el marco institucional que ha garantizado las libertades y el progreso durante 25 años con tal de satisfacer sus ambiciones. Por ello, el Gobierno, Mariano Rajoy y su equipo tendrán que emplearse a fondo para superar su tradicional "afasia" informativa –que ya ha costado más de un disgusto a los populares y a sus votantes– y contrarrestar eficazmente las cortinas de humo de ese "Frente Popular" reconstituido. Esta vez, es muchísimo lo que está en juego. Mucho más que cuatro años en La Moncloa.