¿Por qué se encontró sola España en ese combate cuando el peligro era generalizado? En 1570, el imperio turco se encontraba a punto de coronar varios siglos de constantes agresiones contra Occidente. En 1453, se había apoderado de Constantinopla poniendo punto final al imperio romano de oriente. Seis años después, los turcos se apoderaron de Bulgaria y Serbia, salvo Belgrado. En 1461 cayó ante el ejército turco Trebisonda, el último reino cristiano de oriente. En 1463, sufrieron el mismo destino aciago Bosnia y Croacia, y en 1470, la isla de Eubea. Además entre 1460 y 1479, los turcos no dejaron de avanzar por territorio griego ocupando Atenas, Morea y Cefalonia. En 1480, los turcos se permitieron incluso desembarcan en Otranto, Italia, asesinando a toda su población. Se trató de su último gran avance hasta 1517 en que se hicieron con el sultanato de Egipto. Al año siguiente, controlaban el Magreb y en 1521, Belgrado. En 1522, una traición les permitió arrebatar Rodas a los caballeros hospitalarios.
Se trató de una gran victoria antes de saltar sobre Europa central con la rapidez del rayo. En 1526, derrotaron y mataron al rey Luis de Hungría en Mohacs y en 1529 sitiaron Viena, una ciudad que se les resistió únicamente gracias a la ayuda de Carlos I de España. Las siguientes décadas estuvieron jalonadas de triunfos continuados de los turcos. Hungría, Moldavia, Rumanía, Albania, las Lípari e incluso las Alpujarras granadinas fueron testigo de las hazañas de los turcos y sus aliados. Cuando en 1570 cayó Chipre y en 1571 devastaron todo el Adriático desde Corfú a Venecia resultó fuera de discusión que el Mediterráneo estaba a un paso de convertirse en un lago otomano.
El resultado de esta amenaza fue un llamamiento realizado por el Papa para salvar a la cristiandad de una amenaza más que cierta. Sin embargo, y de manera un tanto sorprendente, ninguna potencia salvo España respondió a aquel llamamiento. Cuando el 25 de mayo de 1571 se proclamó en la basílica de san Pedro en Roma la Santa Liga de la cruzada a ella se habían sumado únicamente España, Venecia y la Santa Sede. Además, tan sólo España era una potencia en el sentido verdadero del término y arriesgaba considerables medios en la empresa. Aunque el acuerdo suscrito por las tres partes establecía que España sólo contribuiría con el cincuenta por ciento de los medios la realidad iba a ser muy distinta.
En la batalla de Lepanto, que se combatiría como consecuencia de esta alianza, lucharon veintiocho mil infantes y de ellos veintiún mil es decir las tres cuartas partes eran españoles. La Santa Sede sólo contribuyó con dos millares y Venecia con escasos cinco mil. También desproporcionada, aunque no tanto, fue la participación naval. De las 315 embarcaciones de la Santa Liga, 164 eran españolas. Sabido es de todos que el empeño concluyó con una victoria extraordinaria de la Liga que, a pesar de la traición veneciana posterior, prácticamente expulsó a los turcos del Mediterráneo occidental. Pero, siendo los riesgos tan altos, ¿por qué España fue la única potencia importante y la que participó en mayor medida en la empresa?
En primer lugar, hay que señalar que las potencias protestantes tenían, en general, razones religiosas y políticas para no participar. Si, por un lado, la lucha se desarrollaba en un escenario lejano geográficamente de Suecia o Inglaterra, por otro, no sentían ningún interés por favorecer al Papa o a España. Sin embargo, esta circunstancia explicable no afectaba a las potencias católicas teóricamente interesadas en una victoria sobre los turcos que se abstuvieron igualmente. En el caso de la parte católica del imperio alemán, los motivos eran muy semejantes a los de las potencias protestantes. Sin duda, el emperador Fernando era en teoría muy favorable a cualquier esfuerzo de contención de los turcos pero, momentáneamente, parecía que la amenaza de expansión estaba situada en el Mediterráneo y además necesitaba sus fuerzas para evitar una expansión mayor del protestantismo.
El caso de Francia resulta, sin embargo, diferente. A diferencia de Alemania u Holanda, Francia era una potencia católica que debería haber respondido favorablemente al llamamiento papal. Por si fuera poco, su situación de potencia en el Mediterráneo se veía afectada directamente por las acciones de los turcos y de sus aliados, los piratas berberiscos. ¿Por qué entonces dejó sola a España en esta lucha? La razón es que prevaleció una visión mezquina de la política nacional sobre la internacional. Los turcos no sólo no eran vistos como enemigos sino como aliados en la lucha contra España, una lucha que, desde finales del s. XV, había tenido como finalidad invadir la nación subpirenaica y anexionarla. Ya se había producido un intento de este tipo cuando Luis XI de Francia se alió con Alfonso de Portugal para invadir la España regida por Isabel de Castilla y Juan de Aragón, el padre del futuro Fernando el católico. Volvió a darse un nuevo intento durante el reinado de Francisco I de Francia cuando, según datos consignados por el escritor francés Du Bellay, el monarca galo intervino en el conflicto navarro para "entrar en España, con la esperanza de conquistar las Españas". A mediados del siglo XVI, los franceses y los turcos se permitieron incluso saquear conjuntamente la ciudad de Niza. Comenzaba así una alianza que proseguiría durante el episodio de Lepanto pero que se traduciría además en una curiosa censura acerca de los turcos en la sociedad francesa que no debía saber quiénes eran sus aliados frente a una España, mucho menos terrible.
Así, cuando en 1646, un franciscano recoleto llamado Eugene Roger publicó en Francia un libro titulado
Terra Santa donde se mencionaba la verdad sobre los turcos se produjo la inmediata retirada de circulación de la obra. Los sucesivos reyes franceses estaban tan interesados en justificar aquella alianza contra natura que ocultaron a su pueblo cómo eran los turcos a pesar de que éstos no pocas veces actuaban contra súbditos franceses. Cuando Molière en 1669 quiso documentarse sobre el imperio otomano para
El burgués gentilhombre se le remitió al caballero d´Arvieux, un amigo de los turcos y lo mismo sucedió cuando Racine estaba escribiendo
Bayaceto. Se podía hablar con partidarios y paniaguados de los otomanos pero, bajo ningún concepto, consultar menos aún publicar obras verdaderas sobre los turcos. Durante aquel siglo fueron varias las obras que se publicaron en Italia y España narrando la catadura moral de turcos y argelinos pero, salvo el
Quijote que podía ser tachado de ficción, ninguna obtuvo permiso para ser publicada en Francia. Tan sólo a finales del s. XVII, Luis XIV ordenó una pequeña expedición contra Argel pero incluso entonces se hizo creer a la opinión pública que los argelinos y los turcos nada tenían que ver entre sí… a pesar de ser aliados desde hacía siglos.
Todos estos episodios eran fruto de una islamofilia en la que Francia ha continuado desbarrando durante los siglos siguientes, islamofilia que se consideraba benéfica para la nación y sobre la que hoy debemos tener una opinión bien diferente. Si España, a fin de cuentas, estuvo sola en Lepanto se debió, por lo tanto, a varias razones. La primera, que la totalidad de las potencias actuó mucho más movida por intereses directos y no pocas veces mezquinos en los que criterios geográficos, políticos o religiosos sobrepasaron la visión estratégica global e incluso su propia conveniencia a largo plazo. La segunda, como reverso de la anterior, que tan sólo España intentó conjugar una visión estratégicamente realista los turcos eran una verdadera amenaza para occidente con una visión espiritual que llamaba a defenderse contra la expansión del islam.
A siglos vista, no puede dudarse de que la posición de España era la acertada y de que resultó una verdadera fortuna histórica que combatiera en Lepanto. Lamentablemente, tal episodio no es políticamente correcto y quizá explique como sobrecogedor lapsus freudiano aquella referencia del político socialista Joaquín Leguina a la "derrota de Lepanto".