Sólo 24 horas ha necesitado Baltasar Garzón para conseguir lo que pretendía con su investigación sobre los muertos –republicanos, claro– de la Guerra Civil. Para ello ha contado con la inestimable ayuda del desprestigiado y pastueño Poder Judicial que, desafiando la letra y el espíritu de la Ley, se mete donde no le llaman y pide abiertamente la mordaza para los periodistas que osan criticar a uno de sus miembros. Dejando a un lado la inoportuna injerencia de los jueces en la labor de informar y opinar de los periodistas, Garzón ha conseguido devolver al primer plano de la actualidad un asunto sólo apto para los radicales de la izquierda más cerril y extrema, que parecía olvidado en el cajón de los peores recuerdos de la pasada legislatura.
Y lo ha hecho, además, en un momento clave, en la primera semana de un curso político que va a estar caracterizado por la crisis económica y el desafío separatista de Ibarretxe. Una cortina de humo perfecta que, ocupando portadas, abriendo informativos y acaparando las conversaciones de la gente, tape la que se nos viene encima durante los próximos meses. Como ya apuntábamos ayer, esta y las ansias de grandeza que hacen perder el sentido al juez preferido de la izquierda, son las causas primeras y últimas de una iniciativa judicial que, además de extemporánea e injusta, carece de futuro.
Ni Garzón ni nadie en absoluto puede, a estas alturas de la Historia, juzgar los crímenes cometidos en la Guerra Civil. Tanto los asesinos de un bando como los del otro quedaron amnistiados en sendas leyes que fueron promulgadas durante la Transición. No cabe, por lo tanto, hacer mayor investigación que la puramente histórica, labor ésta que no corresponde ni a Baltasar Garzón ni a ningún otro juez. Es, pues, una inmoral artimaña edificada sobre el interés personal y la oportunidad política. Lo triste, lo amargamente triste es que, para cumplimentar ambos trámites, tenga el magistrado que auparse sobre una pila de cadáveres acumulada en el episodio más trágico de nuestra Historia.
Pero no es la primera vez que Garzón cruza sin rubor la delgada línea que, al menos en España, separa la judicatura de la política. Ya hace 15 años abandonó la carrera judicial para encabezar las listas del Partido Socialista. De vuelta en su juzgado tras un breve y decepcionante paso por la secretaría de Estado del Plan Nacional sobre Drogas, se reincorporó a la Audiencia Nacional desde donde alcanzó fama mundial con el procesamiento del ex dictador chileno Augusto Pinochet que, finalmente, quedó en agua de borrajas unos meses después. Ha emprendido acciones legales contra miembros del directorio argentino de la época de la dictadura militar y se ha significado como activo militante de izquierdas. De ahí que nunca haya procesado a ningún dictador socialista ni se haya preocupado por las violaciones de los derechos humanos cometidas en regímenes de este signo político.
Muy al contrario, en España alcanzaron cierta celebridad hace años sus invectivas y amenazas contra José María Aznar a cuento de la guerra de Irak, a pesar de que España no declaró jamás la guerra y, lo que es más grave, a pesar de que era titular de un juzgado en la Audiencia Nacional. No le importó lo más mínimo quedarse en evidencia ante el resto de la judicatura por vulnerar abiertamente la Ley Orgánica del Poder Judicial, que prohíbe explícitamente a los jueces en ejercicio alabar o criticar al Gobierno.
Estas son, en resumen, sus credenciales, que retratan al personaje colocándolo en el lugar que, por méritos propios, le corresponde. La garzonada de la Guerra Civil, que pasará a los anales del disparate judicial, quedará en nada porque nada puede hacerse en el año 2008 al respecto de lo que pasó en 1936, con 7 décadas y 2 amnistías de por medio. El resto es ruido, propaganda y una cantidad de humo muy bien calculada.