Al igual que muchos ciudadanos sensatos, quizá usted lea el Investor's Business Daily por su solidez y sentido común en defensa del libre mercado y otros acuerdos racionales. Si es así, también se habrá quedado espantado por la asombrosa afirmación aparecida en la portada de dicha publicación. Fue en una información acerca de las intenciones de la segunda mayor cervecera del mundo, la belga InBev, de hacerse con el control de la tercera más grande, Anheuser-Busch, por 46.300 millones de dólares. El reportaje afirmaba que "El continuo crecimiento del sector [de las bebidas con alcohol], al margen de lo escaso que sea, ha sido una sorpresa para aquellos que imaginaron que cuando la economía se ralentiza, el consumidor recorta el consumo de productos no esenciales como la cerveza..."
"¿No qué?" No intente colocar este aserto entre los fanáticos que pueblan las gradas de los estadios o las playas en el mes de julio. Decir que sin cerveza no hay civilización es más cercano a la realidad. El desarrollo de la civilización dependió de la urbanización, la cual dependió a su vez de la cerveza. Para comprender el motivo, consulte el fabuloso libro de Steven Johnson de 2006 El mapa fantasma: La historia de la epidemia más terrorífica de Londres –y de cómo cambió la ciencia, las ciudades y el mundo moderno–. Es un gran relato de ciencia detectivesca sobre cómo un brote espantoso de cólera fue rastreado hasta un pozo comunitario concreto de agua potable. Así comienza Johnson una excursión esclarecedora por un asunto relacionado con aquel:
La búsqueda de agua potable no contaminada es tan antigua como la propia civilización. Tan pronto como hubo asentamientos humanos masivos, las enfermedades relacionadas con el abastecimiento, tales como la disentería, se convirtieron en poderoso cuello de botella poblacional. Durante gran parte de la historia de la humanidad, la solución a este problema crónico de salud pública no consistió en potabilizar el agua. La solución fue beber alcohol.
Con frecuencia, el fluido más puro disponible era el alcohol, primero en la cerveza y después en el vino, ya que posee propiedades antibacterianas. Es cierto que el alcohol tiene sus riesgos, pero como señala despreocupadamente Johnson, "Morir de cirrosis de hígado a los cuarentaitantos era mejor que morir de disentería a los veintitantos." Además, el alcohol, aunque sea un veneno, y un veneno adictivo, se convirtió, especialmente en el caso de la cerveza, en un motor del proceso fortificador de la selección de la especie. Johnson observa que los historiadores interesados en la genética creen que la aparición más o menos simultánea de la vida en comunidad y la fabricación de alcohol prepararon el terreno para una selección de los más sanos entre los que abandonaron la vida como pastores y recolectores y, literalmente, se mudaron a la ciudad.
Para evitar la peligrosa agua, la gente tenía que beber grandes cantidades de, por ejemplo, cerveza. Pero para digerirla, los individuos necesitaban un rasgo genético que no todo el mundo posee. Johnson lo describe como la capacidad del organismo para responder a la ingesta de alcohol incrementando la segregación de unas enzimas determinadas llamadas deshidrogenasas alcohólicas. Esta capacidad es controlada por ciertos genes del cromosoma IV en el ADN humano, genes que no están distribuidos uniformemente entre todo el mundo. Aquellos que carecían de este rasgo no podían, como reza el refrán, "retener su licor". Así, muchos murieron tempranamente y sin descendencia, bien por la toxicidad del alcohol o debido a las enfermedades provenientes del suministro del agua.
Los perfiles genéticos de los asentamientos humanos pasaron a estar progresivamente dominados por los supervivientes, es decir, por aquellos genéticamente preparados para, bueno, beber cerveza: "La mayor parte de la población mundial de hoy," escribe Johnson, "se compone de los descendientes de aquellos primeros bebedores de cerveza, de quienes hemos heredado buena parte de la tolerancia genética al alcohol."
Johnson sugiere, no sin razón, que esto explica por qué determinados grupos de población del mundo, tales como los nativos americanos o los aborígenes australianos, han sufrido niveles de alcoholismo desproporcionadamente elevados. Resulta que estos grupos nunca soportaron la cruel criba del genéticamente desafortunado que padecieron los habitantes de la ciudad. Si es así, los altos índices de alcoholismo entre los nativos americanos no son achacables, al menos por completo, a las humillaciones y privaciones ocasionadas por el sistema de reservas. En su lugar, la explicación es que no hubo un número suficiente de sus antepasados suyos que vivieran en ciudades.
Pero esto es una fuente potencial de líos de sensibilidades raciales o étnicas, algo que no tenemos por qué provocar en esta rectificación del Investor’s Business Daily. Basta decir que la buena noticia lo es de verdad: la cerveza es una bebida saludable. Y no tiene que adquirirla a esa gente pálida y de aspecto enfermizo que, mirándole fijamente a los ojos con un gesto de desaprobación a través de gafas estilo Trotsky, parece poblar las tiendas de comida sana.
Así que mejor prescindir de tonterías, especialmente ahora, con el verano encima, a propósito de lo innecesaria que es la cerveza. Benjamin Franklin, como de costumbre, dio en el clavo cuando dijo que "la cerveza es prueba viviente de que Dios nos quiere y desea que seamos felices". O, por decirlo de forma menos terminante, y para aquellos laicistas que prefieren un muro de separación entre iglesia y taberna, la cerveza es prueba de que la naturaleza quiere que lo seamos.