María Teresa Fernández de la Vega no debe aún haber salido del susto que se llevó cuando alguien le dijo que el simpático empresario con el que se había fotografiado unos minutos antes era, en realidad, un polígamo. Tampoco sé a qué viene luego rasgarse las vestiduras y espantarse, porque en realidad la vicepresidenta ha ido a un país cuyas tradiciones permiten lo que aquí, desde luego, consideramos una monstruosidad. Que yo sepa es como cuando Fernández de la Vega viaja a un país musulmán y, sin quejarse, se cubre la cabeza para respetar, precisamente, las costumbres del país que visita, aunque con ello contribuya a normalizar lo que para nosotros es un trato denigrante a las mujeres.
A la tropa de intelectuales y políticos que buscan el mestizaje cultural estas experiencias debieran hacerle traspasar las contraídas murallas que amojonan sus tópicos falsamente progresistas. En realidad no todas las culturas, no todas las civilizaciones tienen el mismo grado de virtud moral y, por tanto, no todo mestizaje conduce de manera inexorable al progreso humano. El hombre, cuando transita por la Historia, puede hacerlo para avanzar y también, desde luego, para retroceder.
Se ha extendido generosamente entre buena parte de la intelectualidad española, asentada en el relativismo del siglo pasado, la idea de que los derechos humanos son un invento contemporáneo, enraizado de una parte en los valores republicanos de la Revolución Francesa y, de otra, en la lucha contemporánea de la izquierda. Ese análisis descarta, interesadamente, la contribución del humanismo cristiano en la concepción de dichos principios morales, por cuanto no conciben que la sociedad se autorregula mediante la generación espontánea de un derecho más poderoso y justo que el que deviene del mero positivismo jurídico. Claro que quienes quieren cambiar al mundo a base de decretos y leyes no pueden en modo alguno entender ni aceptar que la tradición es una fuente de derecho igualmente democrática y seguramente más participativa, porque es fruto de la libertad individual puesta en común.
En este contexto, los intensos movimientos demográficos fruto de la globalización colocan a las sociedades occidentales ante el dilema de si es éticamente admisible la imposición de valores propios a quienes vienen a convivir y colaborar con nosotros. Es el debate entre integración y mestizaje que, desde luego, no son ni mucho menos lo mismo ni tienen las mismas consecuencias prácticas para el futuro.
Cuando José Blanco justificaba el inminente cambio normativo en relación con el derecho religioso, lo hacía justificándose en que estamos en una sociedad mestiza. Se refería, claro es, a la española. Una sociedad a la que, para reducir la impronta cultural del humanismo cristiano, fruto de una larguísima experiencia histórica de los españoles, hay quienes lo pretenden equiparar a otras religiones teóricamente con los mismos derechos. Da igual el número de creyentes de una y otra, y menos aún van a pararse a pensar en los distintos principios que las alumbran, por la sencilla razón de que el objetivo, la presa a batir, es el de los cristianos equivocadamente equiparados a adversarios políticos.
Pero si nuestra sociedad no es capaz de defenderse con contundencia frente a quienes profesan una religión como el Islam, que en su propia esencia confunde el hecho religioso con el político, porque se trata de una religión-ideología totalitaria, entonces nuestra propia debilidad consentirá, transcurrido el tiempo, que el enemigo de nuestros valores democráticos germine en su interior. Es el paradigma que en su día denunció alguien tan poco sospechoso como Oriana Fallaci: utilizar la democracia para destruirla.
Así pues, María Teresa Fernández de la Vega no debiera escandalizarse de haberse sacado la fotografía con el empresario polígamo. Más bien debiera escandalizarse de esas políticas que, jugando con fuego, pretenden equiparar valores incomparables.