"Soy lo que, a lo largo de dos siglos se denominó liberal, hasta que la palabra nos fue robada". Con estas palabras definía su posición ideológica Vernon Smith, economista ganador del Premio Nobel y miembro de la Mont Pelerin Society, la organización internacional más importante del mundo dedicada a la defensa de los principios del liberalismo clásico.
Esta idea refleja bien un problema que se viene planteando al liberalismo desde hace mucho tiempo y que, curiosamente, se ha puesto de actualidad en España como efecto de los problemas internos del Partido Popular: su propia definición. Y, parece que aquí, como en otros sitios y en otros momentos históricos, se trata de descafeinar el término "liberal". Como esta palabra tiene un cierto prestigio, el objetivo es apropiarse de ella, vaciándola de contenidos y utilizándola de la manera que más convenga en cada caso.
Un problema que arrastramos los liberales españoles desde hace décadas es aquella idea popularizada por Marañón, de acuerdo con la cual el liberalismo, es ante todo, un "talante", una forma civilizada de afrontar los problemas de la vida y las relaciones humanas con respeto a la opiniones ajenas. Esta interpretación constituye, sin embargo, un error grave; y me temo que poco inocente en la mayor parte de los casos.
El liberal tiende a ser tolerante, ciertamente, con las ideas de los demás. Pero lo que lo caracteriza es una forma concreta de entender la economía y la sociedad, basada en el reconocimiento de los derechos de las personas a lograr sus objetivos en un marco institucional que sólo limite su libertad cuando colisiona con la libertad de los demás. En la esfera económica esto implica, por una parte, un respeto profundo al derecho de propiedad y al principio de la libertad de contrato; y, por otra, un Estado que acepte que lo más beneficioso para la mayoría de la gente es una actuación pública en la vida económica que interfiera lo menos posible en las decisiones y en los contratos de las personas en un mercado libre. Esta visión de la sociedad puede gustarnos o no. Pero quien no la acepta simplemente no es un liberal. Es posible que sea una excelente persona, que sea tolerante y que haga grandes cosas por los demás, pero no es un liberal.
La confusión terminológica ha llegado a tal nivel que no sólo quienes no son liberales se autodenominan así; resulta, además, que niegan el calificativo a quienes lo son realmente. Surge entonces el término "neoliberal", que es utilizado, por lo general, como un arma arrojadiza contra quienes siguen dispuestos a defender los valores básicos de una sociedad y una economía libres. El mensaje es claro: como ser liberal es algo bueno, yo soy el liberal; como defender la economía de mercado es algo malo, quien la apoye a lo más que llega es a neoliberal.
Surgen entonces expresiones con tan poco sentido como socialismo liberal o liberalismo social, en un intento de obtener una síntesis de dos modelos –el socialismo y el liberalismo– que se combinan tan bien como lo hacen, por ejemplo, el agua y el aceite. Estas curiosas mezclas de términos las caracterizó muy bien, hace ya algunos años, el gran liberal Anthony de Jasay. Utilizar estas expresiones –escribió– es como hablar de círculos cuadrados, hielo caliente o prostitutas vírgenes.
(Nota: Soy consciente de que esta idea, además de poco popular, es políticamente incorrecta. Pero De Jasay tenía más razón que un santo.)